Elegancia irrepetible
En una de las secuencias iniciales más inolvidables de la historia del cine, George Cukor nos relata la ruptura del primer matrimonio de Tracy Lord (el nombre, para los seguidores de ese cine tan graciosamente llamado “para adultos”, es evocador), una indómita millonaria de Filadelfia. Al maestro le bastan una puerta, una bolsa de palos de golf y dos intérpretes de la talla de Katherine Hepburn y Cary Grant para conseguir, en menos de un minuto, que en el rostro del más impasible de los espectadores se dibuje una sonrisa que no desaparecerá en las casi dos horas que dura esta película. Porque Cukor se toma con calma la parte fundamental de su relato: los preparativos de la segunda boda de la exquisita dama, unos cuantos años más tarde.
Decir que Historias de Filadelfia es una obra maestra no puede ser, a estas alturas del partido, un comentario demasiado original. Pese a los setenta años transcurridos desde su estreno, un extraordinario consenso de crítica y público sigue situando esta película en las más altas cimas de un género tan difícil como la comedia. Y, realmente, la película de Cukor (aunque podríamos decir la película de Mankievicz, el productor; de Ogden Stewart, el guionista; de Phillip Barry, el autor teatral de la obra original, o de cualquiera de los componentes del prodigioso trío de intérpretes) es un modelo perfecto de comedia cinematográfica.
La admirable, elegante y casi transparente puesta en escena del realizador, el trepidante ritmo de unos diálogos copiosos y divertidos y el concurso de unos actores sublimes convierten a Historias de Filadelfia en una espiral de enredos que hábilmente, y con una sutileza que sólo pueden lograr unos cuantos genios reunidos, se va disfrazando poco a poco de ‘alta comedia’ a ‘comedia romántica’. Todo un ejercicio de inteligencia y sencillez que consigue, además, encontrar la complicidad del público para realizar una tímida burla de las costumbres de la sociedad más emperifollada de la época y una, quizá menos agradable, sátira de la prensa amarilla.
No se le escapó a Cukor, director de actores donde los haya, que el valor de su comedia dependía de la profundidad de sus personajes y de sus múltiples lecturas. La estilizada Tracy Lord (papel escrito especialmente para Katherine Hepburn y que ya había sido interpretado en Brodway por la actriz), es una caprichosa, frívola y voluble niña bien que, sin embargo, se manifiesta capaz de los sacrificios más deliciosos y del romanticismo más audaz. Su exmarido, Dexter Haven, un principesco y pletórico Cary Grant, es extremadamente insolente, al tiempo que amable y educado; es retorcido y calculador, pero también valerosamente altruista. El periodista aspirante a escritor, un oscarizado James Stewart, es rudo y pasional, bastante amargado y un tanto rebelde, pero infantil e ingenuamente tierno. Su novia, la pintora metida a fotógrafo sensacionalista, tiene toda la paciencia de la enamorada y toda la acidez de la abandonada. El tío Willie, interpretado por uno de los mejores secundarios que hayan existido, el increíble Roland Young, es el personaje más simpático o, al menos, el que logra vivir sin provocar a nadie: viejo verde, borrachín, acomodaticio y cariñoso. El nuevo novio, ostentoso, aburrido e inadaptado, no cuenta. Desde el principio, el espectador sabe de su derrota.
El flirteo bajo la glorieta, la romántica noche de amor y borrachera de la adorable ricachona y el baño matutino en la piscina se convierten en las secuencias centrales de la historia alrededor de las cuales los personajes adquieren los sentimientos más profundos y en las que Cukor demuestra una inmensa comprensión por el género humano y sus debilidades. Definitivamente, dos de las horas más deliciosas y divertidas que se pueden pasar en una sala de cine, y puestos, en cualquier sitio.
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