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Centauros del desierto

MADERO CUBERO

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“¿Qué es lo que empuja a un hombre a ir errante?/ ¿Qué es lo que empuja a un hombre a viajar sin dirección?/ ¿Qué es lo que le hace abandonar lecho y mesa y renunciar al hogar? /Cabalga. Cabalga. Cabalga”, entona Stan Jones en la balada que acompaña a los títulos de crédito. Nada más apropiado para este western sombrío, bíblico y extrañamente circular, cuyo tono es el de la tragedia griega y cuyos escenarios monumentales están en armonía con las salvajes pasiones de sus personajes. 

La historia tiene por héroe a un hombre errante y solitario, fatalmente condenado a la exclusión. Ethan Edwards es un soldado que luchó en la Guerra de Secesión al lado de los derrotados (“sólo se presta juramento una vez, y yo lo hice por la Confederación”) y que vuelve junto a su familia después de muchos años para perderla casi inmediatamente en una incursión de los indios comanches comandados por su jefe, Cicatriz. Sale entonces en busca de sus dos sobrinas, raptadas por los indios. Centauros del desierto propone, pues, lo que a primera vista es la historia de un rescate. Pero no lo lleva a cabo un hombre de buena voluntad, como suele ocurrir en el extraordinario cine de John Ford, sino un nómada amargado, neurótico y racista. Y su búsqueda no tiene nada de romántico: existe un oculto motivo sentimental. Enamorado secretamente de su cuñada (una relación que, característicamente, Ford indica únicamente con miradas y gestos, aunque sean la clave de toda la película), Ethan no tiene otra obsesión que matar a Cicatriz, autor de la violación y el asesinato de la mujer que amaba. Y llegado el momento, pretende matar a su sobrina “por vivir con un comanche”. Provocativamente, este personaje ambiguo y siniestro está interpretado por John Wayne, imagen por autonomasia del héroe americano en sus tradicionales virtudes de autoridad, don de mando y sabiduría.

A lo largo de cinco años (que el director sintetiza en escenas fuertemente dramáticas, elipsis brutales e intermedios despiadados), esta expedición revela poco a poco que su objeto no es el rescate sino la muerte, una frenética odisea de venganza. Con un único y paradójico aliado (el joven mestizo Martin, adoptado por su hermano y con el que establece progresivamente una relación de padre e hijo), Ethan se muestra como el doble de Cicatriz. Los dos son nómadas irrecuperables, alienados de sus respectivas cultura y sociedad. Los dos son implacables y actúan según procedimientos casi idénticos. Cuando Ethan consuma su venganza al arrancarle la cabellera a su enemigo, la mutilación ritual no hace sino acentuar su identidad con los indios.

La reunión final de tío y sobrina tras la muerte del jefe indio proporciona a la película su escena más dramática y al cine uno de los grandes momentos de su historia. En un paisaje de grandiosa ferocidad,  con su deseo de venganza trocado en compasión, o tocado tal vez por la gracia divina, Ethan levanta en alto a Debbie, un gesto que copia de su primer encuentro al comenzar la película. Ese momento crucial tiene un eco inmensamente conmovedor en el breve y mudo epílogo donde, devuelta la muchacha a los suyos, reunidas las familias, Ethan comprende que no pertenece a nadie, que está condenado a la soledad y se aleja mientras la puerta que al inicio abría la historia se cierra a sus espaldas.

Centauros del desierto, la más sofisticada y emotivamente compleja película de unos de los más grandes, surgió en un momento en el que los westerns habían perdido el favor de la crítica. No fue bien recibida, pero cineastas de la altura de Scorsese, Spielberg o Schrader la defienden como la mejor película de todos los tiempos. John Wayne la consideraba la mejor obra de Ford y Guillermo Cabrera Infante la ha exaltado como el mejor western de la historia del cine. Todos ellos, con toda probabilidad, tienen razón.

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