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Sobre este blog

Soy ingeniero agrónomo y sociólogo. Me gusta la literatura y la astronomía, y construyo relojes de sol. Disfruto contemplando el cielo nocturno, pero procuro tener siempre los pies en la tierra. He sido investigador del IESA-CSIC hasta mi jubilación. En mi blog, analizaré la sociedad de nuestro tiempo, mediante ensayos y tribunas de opinión. También publicaré relatos de ficción para iluminar aquellos aspectos de la realidad que las ciencias sociales no permiten captar.

Regreso (por unas horas) al pasado

Apagón en Córdoba

Eduardo Moyano

4 de mayo de 2025 20:24 h

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Como si el pasado se hubiera hecho presente, el apagón del lunes 28 de abril tuvo un gran impacto en la población. Para los más jóvenes fue, sobre todo, un impacto emocional al ser la primera vez que vivían un suceso de tales características. En otras ocasiones ha habido cortes puntuales de luz que han afectado a pueblos y barriadas enteras, pero nunca de una magnitud tan extendida como esta vez por todo el territorio peninsular. En cuestión de minutos se pasó de la incredulidad (al recibir extraños mensajes de WhatsApp de amigos y familiares desde lugares lejanos preguntando si teníamos luz) al asombro (al confirmarse que el apagón era en todo el país, y que incluso afectaban también a Portugal).

Menos mal que pudo restaurarse el fluido eléctrico con relativa rapidez, y lo que podía haber sido un drama quedó en una desagradable incomodidad, aún mayor en el caso de las personas que tuvieron que soportar horas de angustia en trenes, metro o ascensores. Tanto las fuerzas de seguridad, como los servicios de protección civil funcionaron y, una vez más, la cooperación y solidaridad ciudadana estuvo a la altura.

Más allá de la inevitable controversia política, dejemos que los expertos emitan los informes pertinentes sobre las causas de lo ocurrido, y que la justicia investigue los casos de fallecimiento provocados de forma directa o indirecta por el apagón. Confiemos también en que se tomen las medidas oportunas para que no se repita un suceso similar, haciendo más robusto nuestro sistema eléctrico con mejoras en las interconexiones europeas y en los ajustes entre las distintas fuentes de generación de energía (térmica, hidroeléctrica, gas, nuclear, solar, eólica…)

Aquí, en este artículo, sólo me propongo evocar algunos recuerdos que me provocaron aquellas horas de apagón en las que parecía que regresábamos al pasado ante la sonrisa irónica de los más mayores. Dependemos tanto de la tecnología digital, que bastaron unas horas de corte del suministro eléctrico para sentirnos desvalidos al ver cómo dejaban de funcionar internet, las gasolineras, los electrodomésticos, el teléfono móvil, la televisión o los mandos a distancia; sólo el whatshapp funcionaba y no bien del todo.

En ese tiempo, corrimos despavoridos a las tiendas y bazares de los chinos a comprar velas y cerillas, pilas y linternas, e incluso fuimos a alguna ferretería buscando un infernillo de gas para poder cocinar algo de forma improvisada. Arramplamos con los alimentos precocinados del Eroski, Carrefour o Mercadona y, por supuesto con el papel higiénico, haciendo acopio de todo ello para hacer frente a una situación que no sabíamos cuánto se prolongaría.

Sólo se mantenían activos aquellos negocios que nunca renuncian a disponer de grupos electrógenos previendo situaciones como ésta. Ramiro, mi amigo agricultor, me dijo por WhatsApp que en su pueblo también estaban teniendo problemas, pues están tan digitalizados como en las ciudades, pero que a su granja no le faltaba la luz gracias al generador de diesel, y que pudo ordeñar las vacas como todos los días.

Sacamos el viejo transistor de pilas del cajón, y una vez más la radio fue nuestro principal aliado evitando el silencio informativo. Se hizo de noche, y un manto de oscuridad cubrió calles y plazas como nunca antes había ocurrido, descubriendo sobre nuestra ciudad un cielo sorprendentemente estrellado. Algunos pudieron ver por primera vez la Osa Mayor y localizar la estrella polar desde la terraza de su edificio. A través de las ventanas, sólo se veía el parpadeo de las velas o la luz tenue de las linternas en un juego de sombras chinescas.

Era como si regresáramos al pasado, a un tiempo que creíamos superado, al menos en las confortables ciudades del primer mundo, pero que catástrofes de diversa índole se encargan todos los días de recordarnos la fragilidad de nuestras vidas (danas, tsunamis, terremotos, volcanes, guerras, pandemias, nevadas…)

En mi caso, todo eso me trasladó por unas horas a los años finales de 1950, cuando pasaba los veranos en el lagar de mis abuelos. No teníamos agua corriente ni luz eléctrica, y todo respondía a un orden natural, inimaginable para las jóvenes generaciones de hoy. El agua se sacaba del pozo con cubetas, gracias a la energía que nos proporcionaba el molino de viento, produciendo un sonido mágico al giro de sus aspas. La ropa se lavaba en los lebrillos de piedra que había en la parte trasera del lagar, poniéndose a secar entre las ramas de los grandes árboles que circundaban el caserío y que le daban sombra en las horas más duras del estío.

Nos despertábamos con el sol de la amanecida y desayunábamos leche de la vaca que ordeñaba Frasquito, y pan con aceite de la damajuana o con miel de las colmenas que había en la era. Comíamos los frutos del níspero, el nogal y la higuera, así como del almendro, el peral y las dos grandes palmeras que daban jugosos dátiles.

Por las mañanas venía el buhonero a vendernos pan, arenques y alguna fruta del tiempo, sobre todo melones y sandías, y unos melocotones redondos que desprendían un aroma penetrante con sólo olerlos. Tres veces a la semana nos traían un enorme bloque de hielo, que se partía con martillos y punzones de hierro, y cuyos trozos metíamos en dos pequeñas neveras para conservar los alimentos antes de cocinarlos en los fogones de leña de olivo.

Merodeábamos por los alrededores del lagar hasta la hora del almuerzo, subidos a la burra Berenjena o montando en bicicleta por los caminos hasta acercarnos al pinar donde recogíamos la resina que exudaba de los troncos y que conservábamos en una lata para hacer goma. En ocasiones, si descubríamos algún escarabajo despistado lo guardábamos también en botes de cristal observando absortos su enigmático movimiento.

Tras la siesta, en la que los mayores dormían y los niños jugábamos a nuestro aire con la única condición de guardar silencio, tomábamos de merienda un hoyo de aceite con azúcar o sal, y a veces incluso una jícara de chocolate. Salíamos de nuevo por los senderos hacia los lagares vecinos para jugar con otros niños de nuestra edad, no sin antes pararnos a coger algún racimo de uvas ya casi maduras en los sarmientos. Y así, hasta la caída de la tarde, cuando el sol se ocultaba por poniente y las sombras caían sobre los campos, dejando claro y diáfano un cielo plagado de estrellas.

Sentados al fresco de la noche en la explanada, escuchábamos el run-run de las historias que contaban los mayores sin enterarnos muy bien a qué se referían, atraídos más por el cri-cri de los grillos o el ulular de los búhos y los mochuelos en los olivos. Cuando la abuela comenzaba a rezar en voz alta el rosario, se hacía el silencio y sólo se escuchaban los padrenuestros y avemarías y el ora pro nobis de la letanía, roto en ocasiones por el ronquido de alguno de los presentes, que anunciaba el momento de irse a dormir.

La oscuridad inundaba entonces el interior del caserío, guiándonos por la tenue luz de la palmatoria que solía llevar el abuelo o de los carburos de olor a huevo podrido. Del suelo de los pasillos y los dormitorios se erigían como pequeños fantasmas las sombras parpadeantes de las mariposillas de cartón flotando en tazas de aceite.

La imagen de sombras y oscuridad y el cielo negro y estrellado en una ciudad siempre luminosa y brillante, es lo que, la noche del apagón, me ha hecho evocar, hechizado, aquellos años de infancia, regresando a un mundo ya pretérito, pero aún vivo en nuestros corazones.

En la madrugada del martes volvió la luz a nuestras casas, a las calles, plazas y avenidas de nuestros pueblos y ciudades. Con ella, hemos recuperado la calma y la aparente seguridad con la que vivimos, pero el apagón nos ha hecho también conscientes de la vulnerabilidad de nuestras vidas frágiles y azarosas. Si, a veces, se suele decir que la vida pende de un hilo, nunca hemos visto tan cerca como ahora la veracidad de esa sentencia.

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Soy ingeniero agrónomo y sociólogo. Me gusta la literatura y la astronomía, y construyo relojes de sol. Disfruto contemplando el cielo nocturno, pero procuro tener siempre los pies en la tierra. He sido investigador del IESA-CSIC hasta mi jubilación. En mi blog, analizaré la sociedad de nuestro tiempo, mediante ensayos y tribunas de opinión. También publicaré relatos de ficción para iluminar aquellos aspectos de la realidad que las ciencias sociales no permiten captar.

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