'Himno vertical': Rocío Márquez propone un caramelo ácido y exigente que busca la libre interpretación
En el final de Himno vertical, Rocío Márquez entona como un mantra: “no importa que el dictado no lo comprenda nadie”. Lo repite una y otra vez, casi como si quisiera dejar grabada en la retina y los oídos del espectador la clave de esta nueva aventura artística: no es necesario comprender para acercarse. Basta con disponerse a mirar. O, mejor dicho, a dejarse mirar desde otro lugar.
Márquez vuelve a mutar —como hace en cada paso que da— y en esa metamorfosis sigue generando adhesiones y rechazos, pero nunca indiferencia. Con capacidad sobrada para sostener cualquier repertorio tradicional, hace tiempo que decidió que su norte está en otra parte. Himno vertical, estrenado en el Teatro Góngora en el marco del Concurso Nacional de Arte Flamenco, es una nueva prueba de ese empeño por adentrarse en territorios que aún no tienen fronteras definidas.
Un comienzo a oscuras
Unos acordes cristalinos del guitarrista Pedro Rojas Ogáyar -cocreador del disco- rompen la oscuridad inicial. Un fogonazo ilumina su figura en un escenario todavía en penumbra. Entre esas sombras aparece Márquez, emitiendo sonidos guturales, amplificados por efectos de sonido -el delay fue omnipresente tanto para él como para ella- reclamando luz, pidiendo existir en un espacio que se va construyendo a medida que avanza la música, y que, en conjunto, traslada la idea de concierto onírico (ácido y psicodélico, si prefieren) que proponen sus autores.
Los primeros diez minutos —hasta que concluye Arde— son ininterrumpidos. La cantaora lanza entonces un “se me acaba la pena” que inevitablemente convoca el eco de Morente, aquel que defendía la propiedad de su pena frente al mundo. Y desde ahí el espectáculo ya no frena: su carácter absorbente desorienta incluso al público, que no encuentra dónde ubicar los aplausos, no por falta de voluntad sino por un continuo que reclama el silencio.
La luz como respiración
La iluminación de Benito Jiménez se convierte en un personaje más. A ratos, en un guía. En otros, en un enigma. La luz colocada en el mástil de la guitarra de Rojas Ogáyar va señalando distintas partes del escenario, como si tocara también lo invisible. En otro momento, se revela una gran lámpara vertical de tentáculos LED que abraza a Márquez, o quizás es ella quien se deja abrazar por la luz. O deja que penetre en ella, como cuando el teatro se queda a oscuras y su boca se ilumina con una luz roja y tenebrosa.
La cantaora reza ante una cruz verde, se transforma en escena a través de tres cambios de vestuario y va atravesando todo un catálogo de imágenes que dialogan con lo ritual, lo plástico y lo íntimo. El primer “olé” del público no llega hasta pasados cuarenta y cinco minutos, prueba de la concentración que el dispositivo escénico exige.
La explosión final
La propuesta alcanza su máxima plasticidad cuando entra la luz definitiva. Márquez arranca la cortina y un baño lumínico se extiende por todo el escenario… salvo por ellos dos. Ella desaparece bajo la tela, canta desde el suelo, luego se la enrolla a la cintura y termina envolviendo al guitarrista, en una coreografía casi doméstica, casi anfibia, casi secreta.
Ambos cantan sentados, luego se sitúan delante de la cortina, componiendo un lienzo de resonancias románticas que ella ya ha roto desde el principio embutida en cuero negro, como si reivindicara el derecho a quebrar cualquier estética previamente instalada.
Más de una hora después, Himno vertical concluye. El público se levanta sin dudarlo. Y todavía queda un último regalo: Márquez despide la noche a capela, con el fandanguillo de Carbonerillo que proclama:“Que no siento pena ninguna porque el mundo me critique. Yo soy águila imperial y mientras tenga una pluma no dejaré de volar”.
Un cierre que resume el espíritu de la propuesta: libre, indómita, y siempre dispuesta a seguir volando aunque —o precisamente porque— no todos comprendan su dictado.
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