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Una historia sin final

Hermandad del Cristo de Gracia | ÁLEX GALLEGOS

Rafael Ávalos

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Cansadas están las piernas. Dolida está la espalda. El ánimo entra letargo. La mañana es fría aun en su abrazo caluroso. Parece vencer al inicio la desgana, o más bien la incapacidad de aguante. Pero bastan unas horas para el cambio más absoluto. Sólo unos minutos para recobrar el aliento, y mucho más el deseo. O la aspiración, como se quiera entender. La inquietud gana terreno. El nerviosismo comienza al mediodía. A la hora del almuerzo se aproxima la ansiedad. Es Jueves Santo, el que cada año acaba sin hacerlo. Es el día eterno, incluso cuando termina. Es la tarde infinita, también tras su último suspiro. Es la noche imperecedera, que realmente jamás concluye. Es una historia sin final.

Superado el ecuador de la Semana Santa, en Córdoba pesa el cuerpo. Es lo habitual, más si cabe para quien va de aquí para allá. Porque los días de Pasión lo son más si uno redescubre por enésima vez uno y otro rincón de una ciudad que no tiene tiempo. Un lugar como la plaza de San Agustín, ante el templo homónimo que sencillo en su exterior es bellamente inmenso en su interior. Abarrotado el escenario, el murmullo es silencio sólo en milésimas de segundo. Son las mismas en las que los candelabros del paso asoman. No existen los imposibles, bien lo sabe cualquier cofrade cordobés. Y lo conoce quien de fuera viene. Lentamente y sin perder su majestuosidad la Madre que lo es de todos aparece. En su regazo tiene al Hijo muerto. Está ya en la calle Nuestra Señora de las Angustias, obsequio último de Juan de Mesa y Velasco. Obra magna es tanto como póstuma de su imaginero, de sello inmemorial. La mudez es atronadora ovación para quienes son sus pies cuando el conjunto único deja atrás la inmadurez del espacio.

Es eterna la estampa de Nuestra Señora de las Angustias, Cruz atrás con un velo que se mece suavemente por el aire de este Jueves Santo. Jueves Santo es devoción sin más en Córdoba; es día de pellizco permanente. Como el que produce una impresión indefinible en la plaza del Padre Cristóbal antes de acudir a la vecina de San Agustín. Calladas sensaciones interiores sobrevuelan este rincón cuando la cruz de guía abre el cortejo del contraste. Silencio, y silencio, como en otros puntos hubiera debido de darse, significa eso y no otra cosa: silencio. Íntima es la salida de Jesús Nazareno, el Señor que anda sereno pero seguro. Mudez, quietud, reloj detenido. Poco después es la Virgen Nazarena, palio inconfundible y, lo que es más importante, rostro puro de dolor compartido. Recuerdos de Madrugada surgen.

Una Madrugada que no pocos ansían. Una Madrugada de silencio y bulla. También una Madrugada llena de vida ante la Muerte. Una Madrugada en la noche que es la noche, como dijera la pregonera de la Semana Santa, María José Sánchez. La noche se torna definitivamente infinita de la mano de la hermandad de la Buena Muerte. La luna corona el cielo, que a esta hora está entreabierto. Nubes tratan de cubrirla, pero ella se destapa. Como los corazones encogidos en la plaza de San Ignacio de Loyola. Silencio ante la Real Colegiata de San Hipólito. Cristo tiene su Buena Muerte con la talla de Antonio Castillo Lastrucci, imaginero que hiciera de su Madre la Reina de los Santos Mártires. Mudez ante el magnífico Crucificado. Quietud ante María y el suave movimiento que le dan sus costaleros. Madrugada: Córdoba la tiene, pero la requiere más intensa si cabe. Finalmente, la cofradía tiene que optar por recortar su recorrido de vuelta debido al riesgo de lluvia. Una decisión que no desluce la estación.

Intenso es el calor a las cinco de la tarde. El sol aprieta sobre el empinado camino de los sueños. Es la Cuesta de San Cayetano, el albero del Señor de los toreros; el ruedo donde la maestría toma manera de sensaciones indescriptibles. Va Jesús Caído, con pelo movido por el viento, entre una marea humana. Imagen nunca cambiante y por el contrario siempre presente. Estampa eterna, como eterno es el andar sobrio del paso de caoba que remueve emociones allá en Santa Marina -y por dónde camine-. A esta hora comienza el Jueves Santo. El día en que la Virgen del Mayor Dolor en su Soledad rasga la piel de quienes la observan. Marcha briosa y a la par calmada por esa calle Mayor del barrio de los piconeros, pero también de los matadores. Cofradía que tiene aroma cordobés sin más, símbolo de una Semana Santa que supiera salir adelante después de que trataran de apagarla. Corporación de un día y una noche sin término. Capote en forma de chicotá elegante, que hace de la bulla solemnidad y lo solemne lo convierte en bullicioso.

Bulla es la que recoge cada año en este día el Compás de San Francisco. Marco incomparable como otros tantos de la ciudad el que en Jueves Santo es un hervidero. El Tercio Primero de la Legión está ante las puertas de la iglesia de San Francisco y San Eulogio. La Historia retoma su pulso de la mano de la segunda hermandad que de este templo parte en la Semana Santa cordobesa. Es la del Señor de la Caridad, Cristo imponente a cuyo pie de la Cruz se encuentra la tierna Dolorosa de talla entera. Es el vínculo con Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, que no es único pues también existe con reyes, como los Católicos, y nobleza. El ruido bien entendido se posesiona de la primera hora de la más inconfundible e irrepetible de las tardes.

Como bulliciosa es la salida año tras año de la hermandad de la Sagrada Cena. Aires de Poniente para Córdoba con la imagen de Jesús de la Fe. Misterio tan esperado en su momento y de prestigio desde entonces para la Semana Santa de la ciudad el que preside el Señor al que cobija el Beato Álvaro de Córdoba en la parroquia que tiene su nombre. Andar de barrio pero elegante es el de este paso, uno de los de mayores dimensiones de los días de Pasión de una antigua villa que ahora aguarda a 2019 para ver en sus calles a la Virgen de la Esperanza del Valle. Con esta corporación la tarde comienza a caminar hacia la noche. Esta noche de flor blanca que rodea la mesa en la que la traición es descubierta.

Eterno Jueves Santo. Infinito es. Tanto que alcanza a la Madrugada a la que da vida la Buena Muerte la otra cofradía trinitaria. La que venera como toda Córdoba al Señor de los esparragueros. Imponente es la imagen del Crucificado de cañaheja, éste que un día llegara de México. Gracia reparte Cristo desde su plaza, la del Alpargate, en la actualidad como cuatro siglos atrás. Porque cuatrocientos son los años que este año se cumplen de la llegada de la espigada y siempre impresionante imagen. A sus pies continúan la Madre, San Juan y María Magdalena. Es esencia de Jueves Santo, con paso único y marchar diferencial. Centurias después, la ciudad le espera. Del sol a la luna, con la Talegona en el recuerdo -y aún con su voz en el oído-. La noche expira lentamente, pero lo hace donde ha de ser mientras la Buena Muerte se consuma. Es ante el templo de Nuestra Señora de Gracia y San Eulogio. Es ésta, como la del fervor por el Nazareno Rescatado y la Señora de los Dolores, una historia sin final.

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