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Los pejigueros

Elena Medel

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Este es un artículo optimista.

Por ello comenzaré anunciando que cada uno es su propia academia de la lengua.

Con esto no me refiero a que uno se despierte una mañana y convoque una rueda de prensa para anunciar que, de ahora en adelante, de forma categórica, con un deje muy serio y trascendente, se negará a la tapa con la caña y a la galletita con el café. Ni a que ordene a su progenie que rechace las chucherías de los desconocidos y que, en vista de que no arrecian ni las caries ni el peligro, confirme que el agradecimiento es la mejor respuesta.

Con esto quiero decir que el idioma se moldea según nuestros usos. En el diccionario de mi casa, por ejemplo, pejiguero significa tiquismiquis. La academia de la lengua ignora que la costumbre adulta de escudriñar el plato de arroz en busca de guisantes y rodajitas de zanahoria y champiñones laminados, colocándolos en paralelo al borde del plato para evitar ingerirlos, recibe a cambio un grito: pejiguero. Mi madre presentaría encantada la candidatura para modificar la entrada correspondiente.

El pejiguero original se remonta a los inicios del hombre de la manera en que Arsuaga lo conoce, supongo: aquel que rechaza el mamut cazado para su tribu porque la carne, un poner, le cuesta masticarla, por mucho que otro hombre o protohombre o eslabón identificado aunque misterioso para el pueblo llano se haya expuesto a un sinfín de peligros para ofrecer a los suyos un cachito de mamut con el que calmar su hambre prehistórica. Sobre pejigueros escribió Lope de Vega en El perro del hortelano, y de pejigueros está el mundo lleno, y está Córdoba repleta, también, arreglando el mundo desde la barra de su taberna.

Me confieso un poquito pejiguera, en parte, con matices.

Confieso que, más de una vez, horas después de colgar un artículo, me he arrepentido de cargar de más las tintas, y de criticar una decisión o una actividad o un gesto cuando, en realidad, ya bastaría con una decisión o una actividad o un gesto —el plano simbólico, que se nos olvida—, insuficientes o no, en desacuerdo o en acuerdo, pero realizados al fin y al cabo en un momento y en unas circunstancias que facilitan cruzarse de brazos y permitir que la vida transcurra como si nada. Yo en ese momento de debilidad entono el mea culpa, pero bueno: que lo supero pronto, no se asusten.

Proseguiré anunciando que cada uno encierra en su interior a un pejiguero.

No intento escudarme en la generalización, pero en las últimas semanas he pensado mucho en esto, a propósito de algunas iniciativas culturales y sociales promovidas por administraciones públicas que no han logrado un eco demasiado entusiasta, por tirar de eufemismo, aprovechando que una de las subtramas de este texto épico —con subidas y bajadas, arrepentimientos y alusiones veladas al perol— gira en torno a las palabras y su estruje.

A los buenos pejigueros, a los pejigueros de manual, nos parece mal que se hagan cosas y nos parece mal que no se hagan cosas. Aquí me distancio un poco por mucho que me esfuerce en la empatía. La felicidad constituye para los buenos pejigueros un reto hermoso, inalcanzable y vinculado a las tormentas interiores: los pejigueros suponen la actualización del Sturm und Drang a la idiosincrasia del nuevo milenio. Los pejigueros indican cómo haría esas cosas aunque, a la vez, se muestran incapaces de hacerlas ellos mismos, en un eterno retorno a la barra de la taberna. Que si no se hacen más, que si cuestan dinero de todos, que si son una tontería, que si etcétera.

El problema, en el fondo, reside en el origen: tanto nos hemos acostumbrado a acciones públicas inútiles, con presupuestos desorbitados y el adjetivo magno colgadito de la solapa, que cualquier actividad con el logo de una administración nos suscita el rechazo: las malas experiencias nos han obligado, casi, a demonizar casi cualquier paso de las instituciones. Por desgracia, el pejiguero cordobés no nace: al pejiguero cordobés, experiencias mediante, lo han hecho.

A mí esto me provoca gran tristeza.

Les comentaba que este era un artículo optimista, pero no le pidan peras al olmo, ni guisantes, zanahorias y champiñones a la pejiguera.

(Un beso, mamá.)

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