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Una moneda para los voluntarios

Elena Medel

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El voluntario madruga. El voluntario programa el radiodespertador y abre los ojos mientras el locutor se esfuerza por no bostezar, y además la noche anterior, mientras repasa las tareas que deberá asumir, llama para activar el servicio con el que su compañía de telefonía móvil evitará que se duerma —otra vez— arrullado por los dramas. El voluntario se pone en pie —derecho, siempre— con la alegría de quien presta un servicio a su comunidad, a los niños descalzos de cine independiente, a los ancianos sedientos de performances y arte urbano: el voluntario orientará a asistentes extranjeros, el voluntario informará a interesados locales, el voluntario llamará por teléfono a los invitados para confirmar su asistencia o guiarles hacia la luz en sus problemas de invitados, y el voluntario introducirá folletos y regalos en unas bolsas con las que nunca les obsequiarán.

El voluntario, en resumen, asumirá las obligaciones que en otros tiempos de mayores presupuestos recaían en empresas dedicadas a estos menesteres, hoy extinguidas, u hoy en vías de: el voluntario con mucho ánimo, el voluntario con ojeras y con sonrisa, se confirma como la azafata radiante y en versión light del siglo XXI. Pero ahora el voluntario cordobés abrazará a sus compañeros —voluntarios, voluntarias— al final de la campaña y, en lugar de extender la mano blandiendo la factura, alguien la estrechará y le facilitará un diploma, o le indicará que seis meses después, que un año más tarde, podrá recoger un certificado en tal o cual oficina. Y el certificado lo enmarcará o lo mostrará a los suyos, y pensará que esto fue bueno.

Oye, voluntario, que organizamos un gran evento. Que disponemos de presupuesto para catering —nuestro— pero no para que alguien coordine o para que alguien se responsabilice de engrasar la maquinaria: por lo que tú valdrías, por lo que una empresa nos cobraría, fíjate cuántos solomillos y qué salto del hotel de tres estrellas al de cuatro. Y el último día, al regresar a casa, los nuevos conocidos, las bolsas, la efusión con los voluntarios de todas las actividades que en el calendario cordobés figuran, el voluntario abrirá el baúl de los recuerdos y allí guardará con amor infinito y cultural la camiseta del evento en cuestión, que engrosará su colección de voluntariados: la azul de la capitalidad, la verde de la Copa Davis, la amarilla de los Juegos Universitarios, la no sé qué —¿amarilla, marrón?— del Festival de Cine Africano.

La voluntad de los voluntarios, y entiéndase como voluntad la buena disposición, el trabajo a cambio de nada, el trabajo a cambio de permitir que su ciudad mejore y se pinte otra cara diferente a la del hastío o el desierto, merece un monumento. A cambio de un tiempo que debería remunerarse —en otro tiempo, por jugar con las palabras—, los voluntarios posan en una fotografía y curran y curran para que todo funcione. En uno y en otro gran evento, soportando que les avisen el mismo día por la mañana —ha ocurrido: conozco a una—, soportando cambios de última hora en sus destinos o tareas —ha ocurrido: conozco a una—, soportando madrugar un domingo por la mañana, para coger un taxi y presentarse a las siete menos algo y sustituir a alguien que festejó de más por la noche y no se presentó pero luego sí así que para casa, que esto ha ocurrido, que conozco a una. Pues así. La voluntad.

Un monumento y un aplauso y un abrazo, otro más, para los voluntarios. En cambio, enfrente, la jeta inabarcable, sin límites, mastodóntica como un arcángel que dominara nuestra Ribera cual Estatua de la Libertad, de quienes abusan de su generosidad para ahorrar por aquí y gastar (mal) por allá. El trabajo se remunera. El trabajo se paga, y no con la voluntad.

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