Donde nunca pasa nada
Amplios despliegues fotográficos, generosos espacios en todos los medios locales (aquí mismo, para no irnos más lejos) y riqueza tipográfica, que diría aquél, acompañaron la semana pasada la inauguración de la nueva tienda de Álvaro Moreno en Las Tendillas. Hubo de todo: globos, celebrities locales y eslóganes “con alma” en lo más parecido a un publirreportaje del ¡Hola! Vaya por delante que la apertura de un nuevo negocio es siempre una buena noticia en sí misma, con su inversión, su creación de empleo y su apuesta por el moribundo centro de la ciudad.
Lo cierto es que la apertura de la tienda ha coincidido en el tiempo con la del hotel H10 Colomera y otros negocios de hostelería que vienen a dinamizar y lucir en la plaza. Mucho mejor que una esquina con un banco cerrado, locales vacíos con el cartel de “Se alquila” y edificios abandonados en lo que debería ser el centro neurálgico de la ciudad. Lo que quizás podría hacernos reflexionar es el hecho de que algo tan cotidiano como la simple inauguración de una tienda de ropa se convierta en noticia destacada, en motivo de peregrinación de políticos y autoridades y, al fin y al cabo, en un hecho significativo del día a día de la ciudad. De una ciudad en la que, desafortunadamente, nunca pasa nada.
Aunque nos duela, Córdoba es una ciudad “con mucho potencial”, pero con pocas realidades, de muchas maquetas y pocas grúas en marcha. Vivimos mucho de lo que fuimos y de lo que podríamos ser (así, en condicional), pero con muy poca puesta en acción. Cualquier cambio cuesta un mundo y nos encanta vivir en esa falsa sensación de actividad permanente para al final no hacer nada, de cacarear mucho y hacer poco. Es como el que se tira tres horas corriendo en la cinta estática y se lo cuenta a todo el mundo, se hace un selfie para colgarlo en Facebook y justifica sus sudores para al final quedarse en el mismo sitio, sin avanzar ni un metro. Es agotador, pero no tiene ningún resultado. A Córdoba le encanta transmitir la sensación de que está haciendo muchas cosas, pero lo que queda es la nada. Por eso nos llama tanto la atención que abra una tienda en el centro cuando debería ser lo normal, algo habitual en las calles más comerciales de la ciudad, más noticia por sus locales vacíos, sus problemas estructurales, su infame oscuridad o por sus polémicos pero efectistas cambios de nombre. Memoria histórica, pero amnesia futura. Lo dicho, parecer que se está haciendo mucho para al final quedar en nada.
Álvaro Moreno y su ropa de estilo rancio sevillano podría ser una gran metáfora de lo que pasa en nuestra ciudad, donde nos encanta aparentar, travestirnos para parecer lo que no somos y figurar como algo más que meros cordobitas de cuenta en Cajasur y perol en Los Villares, siempre en un permanente quiero y no puedo. A partir de ahora todos iremos disfrazados de capillita repeinado, colonizados por la gomina e inmersos en la globalización del chalequillo enguatado y el jersey apretado de pico, que pasarán a formar parte de nuestro uniforme habitual junto a la patilla ancha, el ricito jerezano y el blazer azul marino para pasearlo en la Feria y en la Semana Santa. Como Dios manda. Toda la vida reivindicando nuestra propia identidad para al final ser una colonia del imperio miarma…
Ese efectismo inútil, esa permanente resistencia al cambio que convierte a Córdoba en una de esas ciudades en las que nunca pasa nada se explica desde el coaching con uno de sus términos más extendidos pero también más profanados: la zona de confort. ¿Pero qué es la zona de confort? Es ese espacio de nuestra vida en el que sucede lo esperado, en el que hacemos aquello que ya sabemos hacer y en el que nos acomodamos a una rutina que termina convirtiendo nuestra existencia en una plácida pero vacía balsa de seguridad. Corremos el peligro de pensar que la zona de confort es confortable, cómoda, pero no tiene por qué. En absoluto. Más que acomodarnos lo que hacemos es conformarnos (literalmente, “tomar forma de”) con lo que tenemos, con lo que logramos con aquellos recursos que tenemos hoy en día, pero sin hacer nada por ampliarlos.
La zona de confort es lo de siempre, lo de todos los días, pero no tiene por qué ser cómodo. Alguien a quien no le gusta su trabajo pero no hace nada para cambiarlo vive en su zona de confort. Igual que alguien a quien no le gusta su cuerpo, sus relaciones o incluso su matrimonio, pero sigue ahí “porque es lo que nos ha mandado el Señor”. Incluso un enfermo que se acostumbra a convivir con su dolencia es alguien instalado en su particular zona de confort. Jodido, pero acomodado y sin hacer nada para cambiarlo. Si acaso, quejarse de ello y buscar responsables y culpables. Eso es lo que pasa cuando algo te duele lo suficiente para hablar de ello, pero no tanto como para hacer algo al respecto. Como Córdoba.
Un día le pregunté a uno de mis profesores qué pasaba por vivir en la zona de confort. La respuesta fue clara y ambivalente: “Nada”. No pasa nada porque de hecho la mayoría de la gente vive en su zona de confort, instalada en la rutina y dejando sus sueños permanentemente en barbecho. Pero en la zona de confort no pasa nada, o al menos nada distinto y novedoso. El aprendizaje, el crecimiento y lo mejor de la vida nos espera fuera de la zona de confort, aunque muchas veces el miedo nos empuja a quedarnos en nuestra falsa parcela de seguridad. Y lo malo es que pensamos que eso es la felicidad. Lo peor es que puede que sólo nos demos cuenta de eso cuando ya sea demasiado tarde. La doctora Elizabeth Kübler Ross (de la que ya hemos hablado por aquí) y la enfermera Bronnie Ware llegaron a la conclusión, tras trabajar con miles de enfermos terminales, de que cuando miramos a la muerte de frente no nos arrepentimos de lo que hicimos y nos salió mal, sino de aquello a lo que no nos atrevimos en su momento por quedarnos en la jodida zona de confort.
Puede que en Córdoba no pase nunca nada, pero quizás tendríamos que darle una vueltecita a nuestra propia vida y pensar a qué ideas, planes o sueños estamos renunciando como pago a esa falsa estabilidad que, peligrosa y trilera, nos ofrece la zona de confort.
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