El Audi rojo
De entre el millón de cosas de las que no tengo ni zorra idea están los coches. No sé nada de características técnicas, de mecánica… No es que me sienta muy orgulloso, pero nunca me llamaron de atención ni me interesó aprender. Soy un absoluto analfabeto automovilístico y sólo sé que cuando se enciende el chivato de la gasolina tengo que parar a echar 30 pavos. El coche sólo me parece un instrumento, una cosa más o menos necesaria que me lleva y me trae a los sitios y por eso no le presto mucha atención. Lo limpio poco, soy un desastre en su mantenimiento, apenas compruebo los niveles de líquidos y si de vez en cuando se enciende alguna luz desconocida en el salpicadero voy corriendo a que Alfredo, mi mecánico de guardia, me saque las castañas del fuego. No entiendo de coches y no me gustan… salvo uno: un Audi rojo.
En mi ignorancia, los coches sólo se dividen entre bonitos y feos. No sé cuál es mejor o peor y tampoco por qué. Para mí, un capó abierto es como una pizarra llena de fórmulas de física cuántica y lo único que aprecio es su estética, su fachada. Por eso siempre me gustaron los Audi, por sus líneas elegantes, sus acabados ligeramente curvos, la carga icónica de sus cuatro círculos en el frontal y el aroma de prestigio social que desprenden. Además, según dicen, son de una calidad enorme, pero ahí no llego. Sólo disfruto con verlos, aparcados en la calle, cada vez que paso por el concesionario de Las Quemadas o cuando se paran al lado de mi Chevrolet familiar en los largos segundos de envidia asquerosa que concede la espera en un semáforo. Si además es rojo, ya es el colmo, con ese color que destila erotismo, poder, sensualidad y el status social que marca la diferencia entre el coche de un papá y el de un borderline, que diría Amador. Nunca he visto sillitas de bebé en un Audi rojo, ni parasoles de princesas en los asientos traseros. Es un rollo completamente personal, pero para mí un Audi rojo siempre fue algo más, un símbolo de algo que quise ser y nunca fui, de lo que aún me gustaría llegar a ser pero que me queda tan lejos. El Audi rojo era mi Moby Dick, mi objetivo inalcanzable y casi enfermizo, un deseo que me desafía y saca a la luz todas mis carencias, un sueño más allá de la solvencia del A3, la fiabilidad y elegancia del A6 y el A8 o la descarada potencia del A5 o el TT. Daba el igual el modelo. Sólo una marca y un color. Un símbolo.
Tanto es así que cada vez que mis niñas me pedían algo con la cantinela de “papá, quiero…” (algo que sucede bastante a menudo), mi respuesta evasiva era “y yo quiero un Audi rojo”. Con el tiempo aprendieron que eso significaba la petición de un imposible, el deseo quimérico de algo fuera de alcance, el fin de una conversación que no iba a llegar a ningún lugar… Hasta hace un mes.
Por entonces empezamos a buscar un coche de segunda mano para mi mujer, algo pequeño, urbano, manejable y económico. El típico segundo vehículo para uso esporádico cuando de repente, al fondo del concesionario, estaba él. El Audi A2 es un coche semidesconocido, un modelo de gama baja que la marca sacó a principios de siglo para competir con los Mercedes Clase A y que fue tal fiasco comercial que hizo que la fábrica alemana lo descatalogara tras seis años de pérdidas. Dejó de construirse en 2006 y por eso hay tan pocos en la calle. Allí estaba, con su rojo brillante, su morrito coronado por los cuatro aros, su rara estética entre lo vintage y lo funcional, pero también con sus 15 años y más de 150.000 kilómetros a cuestas. En una dura batalla entre los datos racionales y las razones emocionales, triunfaron estas últimas y terminamos comprando el coche, una decisión pasional y quizás demasiado impulsiva de la que todavía dudo cada vez que se le enciende alguna señal o escucho un sonido del motor no muy convincente. Pero daba igual. Se vino a casa con nosotros y por fin, tras muchos años persiguiendo un unicornio, tenemos un Audi rojo.
No es nuevo, no es lujoso, no es especialmente bonito, no llama la atención ni destila el aroma a alta posición social de sus hermanos mayores. Ni siquiera es mío, ya que tengo que negociar con Inma que me lo deje de vez en cuando, pero cuando lo cojo y salgo a la calle tengo la sensación de haber cumplido un sueño de infancia, una de esas metas imposibles que hacen que nos levantemos con ilusiones, retos y esperanzas cada día. Con mi pequeño y anticuado A2 he alcanzado un objetivo en sí mismo, y eso es lo importante, quizás lo único importante. Porque cuando el foco está en el objetivo, la estrategia es secundaria. Dicho de otra forma, cuando lo esencial es el qué, los cómos quedan subyugados a un plan que muchas veces no aparece ante nuestras narices porque estamos demasiado cegados con una determinada (y en ocasiones, única) forma de hacer las cosas. Quizás hasta hace un mes las únicas estrategias que tenía para comprarme un Audi rojo eran: a) multiplicar drásticamente mis ingresos; b) pedir un préstamo; c) hacer una locura. Siendo válidas, ninguna de las tres me funcionaba, no me servían. Puede que para otro fueran válidas, pero no para mí.
Porque entre los múltiples apegos que tenemos las personas, uno de los más peligrosos es cómo nos aferramos a nuestra manera de actuar, a una estrategia rígida que nos reconforta en nuestra seguridad, pero nos aleja irremisiblemente del resultado. Somos incluso especialistas en apegarnos a estrategias de fracaso, a formas de hacer las cosas que sabemos positivamente que no nos funcionan, pero que nos garantizan un resultado (aunque sea pésimo) y consolidan lo que ya sabemos hacer, aunque no sirva para nada. “Esto se hace como Dios manda” es una expresión alucinante, primero porque ya es casualidad que Dios y tú os pongáis de acuerdo acerca de cómo se tienen que hacer las cosas, pero sobre todo porque aunque lo diga Dios, si esa manera de actuar (esa estrategia, al fin y al cabo) no te sirve para alcanzar tu objetivo, estás condenado al fracaso o a cambiarla. Eso ya depende de ti.
https://www.youtube.com/watch?v=l2S0xeyLr1I
¿Con qué estás comprometido, con tus resultados o con la estrategia que sigues para conseguirlos? Si te enfocas en el objetivo, serás capaz de renunciar a determinadas formas de hacer las cosas, por muy tradicionales y lógicas que sean, y buscar otras alternativas para alcanzar esa meta tan deseada. No juzgues su calidad, sólo busca su operatividad, porque lo importante es que te sirvan a ti. Quizás así no te llegue para un A8, pero si lo que quieres es un Audi rojo, puede que disfrutes al máximo cada paseo en el viejo pero precioso A2.
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