La dictadura de los cagapoquito
“No hace falta ponerse así” me dicen mucho cuando, arrastrado por la conversación, me muestro vehemente y seguro de mis argumentos. “¿Ponerme cómo?”, pregunto interrumpido, contrariado.
“Así”, suelen rematar, señalándome, alzando las palmas al cielo y dando por terminada la charla. Vuelvo a la cerveza, al partido o lo que estén dando en la muteada tele del bar, y si sigo hablando es por que la mesa se zambulle en los caprichos de la meteorología o en una nueva serie imperdible que han estrenado en esa plataforma de la que no soy socio llamada Netflix.
Al principio pensaba que era cosa mía, que quizá zarandeado por el alcohol, mi tono resultaba inquisidor o incómodo. Soberbio, hiriente, condescendiente. Averigua. Quizá es así. Desde luego intento domesticarme, relajar el ánimo, hablar de política o fútbol sin mover mucho las manos, escuchando mucho antes de intervenir un poco. Trato de matizar mis opiniones, no hacer sangre si detecto algún grueso error. Desbravado y obstinadamente tímido, entro en las conversaciones pidiendo perdón y casi me disculpo al salir, todo por evitar ese “no hace falta ponerse así” que me hiela la lengua y desbarata mi fraseo.
Mi objetivo es convertirme en un señor absolutamente intrascendente. Alabar los boquerones en vinagre, decir sí a todo, recordar lo fresquita que está la cerveza, hacer bromas sobre la Cruzcampo, mirar por la cristalera e insistir en que el calor cada vez llega antes, machacar con lo bueno que es Messi y lo tonto que es Cristiano. Bucear sin bombona en el océano de lo común. Sin molestar demasiado. Sin hacer mucho ruido. Sonriendo con la blancura de un niño viendo por primera a Xuxa cantando el Ilarié.
Sospecho que la gente está cómoda en el silencio. Opinar es inquietante y casi de mal gusto. Rebatir, una insolencia. Argumentar, un vicio lascivo. Se escuda uno en el tono para que le dejen seguir pontificando en paz. Todo es ofensivo, todo una provocación. Todo lo que uno dice es producto de una manipulación invisible por parte de los poderes empresariales y de los medios hábilmente untados para lavar nuestros tiernos cerebros. Toda verdad es dudosa. Toda mentira es susceptible de ser cierta. Todas las palabras pueden hacer daño a algún colectivo, presente o futuro. Todas las conversaciones deberían acabar para dar lugar a un denso vacío. Siempre alguien tiene un familiar al que le pasó algo que desmonta mi teoría. Siempre alguien conoce a otro alguien que piensa como nosotros y es un cabrón sin escrúpulos.
“A mí también me encantan los perros, pero a veces los guisan con demasiado picante”, dije una vez. Un amigo con perro se mostró dolido, apoyó el tenedor en el plato y dijo que se le habían quitado las ganas de comer. Pedí hasta perdón. “Cuando me muera quiero que esparzan mis cenizas en el Woman´s Secret”, dije otra vez. Un amigo me dijo que esos comentarios son el ejemplo del machismo más peligroso, ese que disfraza de humor la cosificación de la mujer. “Pero sí es una chorrada”, dije.
“Ese es el problema, que crees que es una cosa graciosa pero te estás definiendo”, insistió.
Vivimos en la época de lo cursi, del golpecito en el pecho, del individualismo antibalas. Enormes lupas apuntando al ombligo. Todo lo ajeno es hostil y todo lo propio es legítimamente sublime. Escuchamos campanas, tocamos de memoria. Si salimos a la calle, nos asignan una antorcha o un tridente de oficio. He visto a grandes hijos de puta defendiendo los más elevados valores sociales en una mesa llena de gente que asentía con devoción. Porque lo importante no es hacer sino decir. Lo de siempre, cuando era más importante contar que habías follado que follar. A mí me aburre esta dictadura de los cagapoquito. Los de la oposición eterna. Y no pretendo ser subversivo, sólo quiero que alguien me cuente de verdad qué está pasando en el mundo. Pese a quien pese y duela a quien duela. Con algo de ética y sin mirar tanto a un público fácil con el aplausito siempre presente y ganas de tener gurús que piensen por ellos y les faciliten el trabajo. Desconfío de la pureza y sé que la verdad es verdad sólo si se presenta toda sucia.
Entre el empoderamiento y el poner en valor hay un universo de palabras dóciles. El lenguaje es una pistola con flechas de ventosa. Si esto es una guerra cultural están ganando los que nunca tuvieron nada que decir. Los que encontraron en el tono de los demás una excusa para callarlos. No es generacional, no es ideológica, esta batallita entre la nada y el algo se libra en cada mesa de bar, en cada pupitre, en cada reunión de trabajo. Siempre tiene razón el que niega la razón a los demás. Si hablas poco te equivocas menos. La vida como un disco de Genesis, todo suena de puta madre pero las canciones son un coñazo achaflanado.
Estoy cansado y me retuerzo sin ganas como un enfermo que cambia de postura en la cama. Ojalá una forma elegante de estar hasta la polla. Tazas de Mr. Wonderful, libros ne-ce-sa-rios, discursos políticos inofensivos y perogrullentes, Risto Mejide juzgando el talento de una niña acróbata, Manu Sánchez sacando pecho por su ceceo, lo de Tabarnia, no sé qué de la música en los minutos de silencio, talleres de coaching en el trabajo. Ningún día sin su altar a la intrascendencia. Al futuro diáfano. Cerebros como un loft, espacios abiertos. Ya no gustan las sombras, ni las contradicciones de piel para adentro. Huimos de la roca y nos lanzamos de panza sobre la arena.
Este país, no sé el mundo, se está convirtiendo en una perpetua hoja de reclamaciones, en una carta al director interminable. Los pejigueras han tomado el poder. No necesitan explicar nada, sólo cuestionar lo que otros explican. No necesitan escribir nada, sólo comentar lo que otros han dejado escrito. No necesitan arriesgar nada, el viento va de cara para aquel que encuentra intolerable cualquier planteamiento transformador o crítico. La verdad es rocosa. La realidad raspa. El resto es literatura.
En la mesa del bar podríamos hablar de muchas cosas, pero terminamos mirando por el ventanuco, tratando con forzada familiaridad al camarero, soltando un resoplido gozoso tras el primer sorbo a la caña, tamborileándonos las rodillas con las manos mientras pensamos en qué y cómo decir algo que no moleste absolutamente a ninguno de los presentes. Conformándonos, finalmente, con mirar al techo y competir hombro con hombro con el silencio. Con lo bonito que es que la gente siga siendo gente.
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