Coño
“Estar hasta el coño” es un derecho inalienable. Consustancial al ciudadano. Mucho más que una expresión, que un exabrupto que gritar mientras la bolsa del supermercado se rompe y el del coche pita a nuestro lado con disciplinada estupidez. Estar hasta el coño es una oración ajena a la vulgaridad, una ley natural escrita piel adentro. Un argumento concluyente, redondo, irrebatible. Está en el coño de uno el talismán al que agarrarse antes de atravesar la espesura de los días, el dolor cotidiano, esta monotonía de gestos, saludos, dramas ajenos, conversaciones insustanciales, compromisos blandos, indignaciones fugaces.
Para estar hasta el coño no hace falta tener coño, hasta en eso es generoso el lenguaje, hasta en eso está sabiamente dictada la norma. Es algo tropical, abstracto, liviano, serpenteante e íntimo. Es una justicia afilada e invisible. Una puerta abierta a través de la que salir del mundo. Una huida, un salvoconducto. Abandonar las calles, la ciudad y la tierra entera. Alejarse, flotar, observar a la gente como a una estampida de hormigas bajo la lluvia. En estar hasta el coño hay una conservación de nuestra esencia, de lo que somos, ese derecho a no escuchar, a borrar el entorno, a habitar en un vacío blanco y sci-fi. Penetrar el tiempo y subvertir lo físico. Respirar números, exhalar sentimientos nuevos.
Luchar por la democracia, creernos héroes en esta verbena trágica, perder la naturalidad por el miedo a la airada ofensa, excusarse continuamente, seguir el ritmo que marca el más lento, rendir pleitesía a un jefe al que odiamos, mentir, mentir obstinadamente para salvar nuestros esqueléticos sueldos, meter tripa en el gimnasio, inflar las ruedas del coche, el grito de los niños, la madre aleccionadora, que a uno le llamen tonto por opinar, que nos guiñen el ojo como perdonándonos la vida, que nos callen la boca, la carne con tomate recalentada en el microondas, el balonazo de un adolescente en el cristal, la derecha hiperbólica, el centro taciturno, la izquierda a por uvas, publicidad del Telepizza en el buzón, el frenazo del autobús, los retrasos del Media Distancia, el cacharro a siete euros, las colas en el DIA, el vecino que no saluda, el vecino que saluda siempre, el del intermitente, el de la bicicleta, la señora del carrito, la factura de la luz, Paula Vázquez, Manolo Lama.
Las derrotas del Córdoba, los entrenadores en la grada, el barro en los aledaños, los uys. Los kiwis, la pantalla partida del móvil, la publicidad de Youtube. Cuando en un ejercicio de irresponsabilidad uno necesita contar sus penas y alguien le contesta con penas aún mayores. Esa vida. Esta vida construida casi por azar, improvisada, narcisista, tediosa, llena de ritos vacuos. El clickbait, los goles de Cristiano, los escritores con abrigo largo, los calvos que corren, los unfollows, el nacionalismo tribal, el tribalismo cultural, el desprecio al que no lee, el desprecio al que lee lo que no debería leer, Lydia Lozano, Rufián, los pantallazos del Windows, los sustos del antivirus, la calor, una sombrilla arrastrada por el viento, la ridícula persecución tras su vuelo de murciélago colorido. Las ciudades, su ritmo insoportable, Amaral, los chistes en el Whatsapp, la función escolar, los disfraces del Decathlon, el autoservicio, la dureza de la mantequilla que rompe el pan, los cardenales verdes en las rebanadas del Bimbo, no poder beberse una Cruzcampo a gusto sin tener que dar explicaciones, las camisetas de Juego de Tronos, las películas alemanas de Antena 3, la inoportuna llamada del amigo que nunca llama, el que no contesta los mails, la insobornable tibieza de un mundo cada vez más aburrido.
Por esto, por todo esto, por esta carne común: cuando el otro día esperaba a unos amigos tomándome una cerveza en Córdoba, y una señora pasó a mi lado, se paró de repente, se quedo mirando la calle como una pirata enganchada al palo mayor usando la mano como visera, y se giró hacia mí con mistérica lentitud, con dramatismo litúrgico, y con una voz ronca, severa, entre el alivio y la tranquilidad, entre la sentencia y el cariño, me habló -directamente a mí, cómplice de mi espera, con inesperado volumen, con una seguridad que apabullaba-, y me dijo: “Ay, niño, estoy hasta el coño ya de todo”; no pude hacer otra cosa que asentir en silencio, afirmando con mi mudez que la entendía, que la entendía perfectamente, que moriría por defender su derecho al cansancio difuso, y que hacía mío su coño y con él, ese hartazgo suyo tan profundo, tan impreciso y tan democrática, universal y legítimamente nuestro.
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