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La estación (espacios)

José María Martín

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Nada es arbitrario en la estación de autobuses. Ni la mueca triste de la tele operadora de la caseta de información, ni las cortinillas horizontales color marfil del despacho cerrado de Autotransportes López, algunas de ellas dobladas, les-informamos-que-el-sábado-deberán-comprar-el-billete-dentro-del-autobús, ni el olor a ciudad-pasado, ni la despedida sobrina-tía, ni el predominio de bolsa de viaje frente al trollie de la otra acera, ni los bancos metálicos.

No es arbitrario el bar sin mesas, ni siquiera taburetes altos, la freidora la están limpiando, no es posible flamenquín ni bocadillo de calamares, no no hay churros a las cuatro y media de la tarde. Un hombre reclama algo de comer y no lo hace como un encargo sino como una súplica, no cabe por el momento una cerveza más en él y el camarero no lo mira al responderle. Una mujer de color negro viste sombrero y vestido rojo. El mismo vestido rojo que llevaba ayer, lo que te invita a pensar en una estancia improvisada en la ciudad, con una muda en el bolso y el cepillo de dientes de viaje plegado que hay que rebuscar desnuda por la mañana al salir de una cama que es tan ajena como el sabor de esa pasta de dientes de supermercado que tomas prestada y que vuelves a dejar con el tapón semiabierto.

Al fondo hay alguien, como en Las Meninas, pero no se encarga de abrir paso sino que, de espaldas, cierra el paso apoyado en el quicio de la puerta, deseando cerrar el mundo mientras otra barre y friega, agotados tras nueve horas de planchas calientes y bolsas de leche en jarras de plástico. No hay corbatas en la estación, se han quedado todas en frente, tomando un tren, comprando una envasada y empaquetada porción de no-olvide-su-pastel-cordobés, souvenir-me-acuerdo-de-ti-tarde.

El autobús te deja mirar la ciudad desde lo alto. Desde ahí se ve la amenaza de verano matando las plantas que hasta hace días reconquistaban los espacios abandonados de los solares, las manos de los conductores apoyadas en las rodillas al aire de las copilotos, los colchones sin viscoelástica ensangrentados en los pisos de Cepansa al subir la joroba de Asland, el Lidl abierto y vacío a media tarde con dos cajeras y un encargado en el polígono industrial. Ya en la carretera, el autobús es un sucio elefante lento con interior color-de-camisetas-de-los-noventa, televisores apagados incrustados en la carrocería, revestimientos plásticos imitación mármol y serigrafías punto-es en las ventanas. Mujeres mayores de pelo corto, una mujer negra con sombrero y vestido rojo, jóvenes con tupé y nuca rasurada y bolsas del piedra en el hueco sobre los asientos. Salida de socorro, martillo de emergencia. Salida de emergencia con letras al revés: aicnegreme ed adilaS.

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