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12.000 botellas de garrafón y el porqué del botellón

Alfonso Alba

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Voy a intentar empezar a escribir esta columna huyendo del chiste fácil: que si Córdoba es la capital del vicio porque en sus polígonos industriales no para de haber megaintervenciones de droga (64 toneladas de hachís en la Torrecilla) o de alcohol adulterado (12.000 botellas de ron del peor de los garrafones posibles en otra nave industrial de Las Quemadas). No sé si será posible. Pero voy a intentarlo. Ya dije en una columna anterior que Córdoba me recordaba cada vez más a la Baltimore que retrata David Simon en The Wire. Salvando las distancias, claro. Aquí no hay muertos acribillados a tiros cada dos días, por ejemplo. Así que mi parte de exageración creo que la voy a dejar para otro día.

Sin embargo, quiero incidir en algo que ocurrirá mañana en la Feria, que ocupará portadas, escandalizará a la gente de bien y convertirá a los jóvenes en poco menos que criminales. Me estoy refiriendo al a buen seguro macrobotellón que se celebrará en el Balcón del Guadalquivir. Este año, todos vamos a la Feria más tiesos que nunca. Es una obviedad. Todos. Los jóvenes también, aunque han estado tiesos siempre. Este año, por tanto, habrá más gente que intentará beber barato. Es decir, habrá más gente haciendo botellón.

Pero el botellón no es sólo beber barato. Es mucho más. Créanme. He ido a muchos y no me he transformado en un delincuente juvenil, ni en la escoria de la sociedad, ni en un paria, ni en una bestia humana. El éxito del botellón en la Feria, y la imposibilidad de erradicarlo, se explica por razones mucho más fuertes que las económicas. La primera está en el titular de esta columna: el garrafón. 12.000 botellas de ron (eso es mucho ron, querido lector) adulteradas y listas para ser vendidas en la Feria de la Salud. Es decir, 12.000 resacas espantosas al día siguiente, 12.000 copas de veneno alcohólico y, como te lo sirven en una caseta, hasta bien visto. Ojo. No digo que en cualquier caseta de la Feria pongan garrafón, no. Las hay muy decentes donde tomarte más de dos gin tonics no te provocará daños cerebrales de por vida.

Pero hay otra tercera razón quizás no tan poderosa como la de la huida del garrafón y el beber barato: la comunicación. En 1998, en Teoría de la Comunicación, el profesor Vicente Romano nos defendía que el botellón era lo mejor que le había podido pasar a las relaciones juveniles. Y es verdad. La gente no sólo va de botellón a agarrarse cogorzas baratas, que también, sino a hablar (sin tener que gritar por el espantoso volumen de una caseta), a relacionarse, a comunicarse mientras bebe. Los jóvenes se juntan primero para eso, para hablar (y más cosas) antes de ser engullidos por la bola de sonido de la Feria donde se tendrán que comunicar gritándose al oído y por gestos.

Por eso, querido lector, va a ser muy difícil erradicar el botellón. Se podrá regular, como se ha hecho, evitando masivas concentraciones en los carriles de emergencia. Pero no se acabará con él por muchos desprecios que se lleven esos jóvenes que además de beber también hablan, también piensan, también razonan y que, y concluyo con una obviedad, son el futuro.

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