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Por puro placer

Manuel J. Albert

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No lo había pensado hasta que me he sentado a escribir esta columna. Toda estafa tiene algo positivo. Y no lo digo por esa lección que, en forma de moraleja, se supone que uno aprende cuando resulta engañado. No.

Lo que me gusta de la estafa es el momento mágico en el que realmente te crees partícipe de algo especial. Cuando el horizonte es tan cercano y brillante que ves inmediato el momento de abrazar al futuro más ficticio y majadero. Hasta hacerlo tuyo.

Reivindico ese suspiro de absoluta inocencia, ese culmen de la estupidez.

Yo me hubiera quedado en Matrix. Aun sabiendo que ese bistec poco hecho, ese piso de lujo y esa rubia garbosa que me espera en la cama solo son impulsos eléctricos provocados adrede en mi cerebro. Me hubiese quedado. ¿Una vida de placer a cambio de convertirme en una pila biológica? Compro.

De acuerdo. Ese ejemplo no es válido. Soy yo quien se ofrece voluntario y consciente a la mentira. Y en cualquier otro caso, la indignación posterior supera al placer. Es cierto. El engaño es doloroso.

Pero en este ejercicio de cinismo y provocación, planteo la posibilidad de que no siempre sea así. O de que, al menos, nos quedemos con ese cosquilleo irreal y aterciopelado que sube por el estómago como la felicidad infantil. Obtener mucho a cambio de poco. Ganar más por ser únicos. Sabernos diferentes. Mirarnos al espejo y ver a otra persona mejor…

¿Por qué no? Por qué no retorcer la empatía hasta encontrar, en la esencia más necia de la actualidad una forma pura y sencilla de vivir? No lo había pensado hasta que me he sentado a escribir esta columna. Pero creo que desde aquí, simplemente me dejaré estafar por los mejores embaucadores. Y trataré de estafaros a todos vosotros. Por puro placer.

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