Erre que Erre
En la campaña de las pasadas elecciones generales ocurrieron dos sucesos que llamaron mi atención (e indignación). En los medios audiovisuales (y en las redes), ambos sucesos, se repitieron hasta la saciedad (la repetición es una práctica habitual de las redes y las televisiones). El primer suceso tuvo como protagonista a una de las dirigentes más tenazmente populista del partido gobernante. Celia Villalobos aprovecha la presencia del líder de un partido emergente, Pablo Iglesias, y le llama la atención delante de numerosas cámaras. Esta dirigente nunca ha destacado en su discurso ni en su gestión. Su especialidad son los gestos y ahí es donde adquiere protagonismo. Ella, en una perfecta puesta en escena, se hace la encontradiza y, sin mediar conversación previa, le lanza con gracejo (otra especialidad) un consejo que bien parece una sentencia: Pablo, ten cuidado con las palabras. Inmediatamente después, cuando su interlocutor pretende contestar y establecer una razonable conversación, ella sigue erre que erre. No contesta. No atiende. Ya ha soltado, en forma y apariencia natural, lo que quería decir. Ha llamado la atención. Su ten cuidado con las palabras es un lugar común que indica el daño que puede llegar a provocar las palabras. Todo el mundo lo sabe. Todo el mundo lo entiende. Ella es la voz de la sensata experiencia. Los suyos aplauden su estudiada naturalidad. Y ella le regala a su partido un momento de gloria.
El segundo suceso lo protagonizó Juan Carlos Monedero, otro líder (venido a menos) del mismo partido emergente. En una intervención pública menciona el nerviosismo que mostró Albert Rivera (líder de otro partido emergente) en un debate televisivo. Sus palabras van acompañadas con reiterados gestos de llevarse los dedos a la nariz. La concurrencia le ríe la gracia y él, erre que erre, repite el gesto. Todo el mundo conoce el significado de su gesto. Todo el mundo lo entiende. Acababa de regalarle a su partido un ingenioso momento de gloria. Acababa de colocar sobre Albert Rivera un sambenito. Había conseguido que su oponente sea atentamente observado cada vez que se pase los dedos por la nariz. Ni el propio Nicolás Aymerich (Inquisidor General en la Corona de Aragón) lo habría superado.
Estas prácticas de anulación y estigmatización del otro son muy antiguas. Tan antiguas como la infamia. Vendría bien recordar el triple filtro que Sócrates establecía en los diálogos con sus discípulos. Planteaba la verdad, la bondad y la utilidad como freno a la murmuración y la sospecha.
Recuerdo una experiencia en Sevilla hace unos años; visitaba una librería y el librero comenzó una conversación preguntándome si conocía a un librero de Córdoba. Le conteste que si y añadí que era mi amigo. Su conversación derivó en una acusación. Lo frené. Recordé la trilogía socrática: ¿estás seguro que lo que vas a decir es cierto? ¿lo que vas a decirme es algo bueno sobre mi amigo? ¿me va a ser de utilidad lo que me cuentes? La conversación finalizó. Nunca más he vuelto a esa librería. El problema no está en lo que nos venden. Está en lo que compramos.
Nota: llevo con mi hijo varios días repasando los fonemas consonánticos vibrantes. Simples (r) y múltiples (rr). No me resulta fácil. Tampoco a él. ¿Cómo distinguir la r de rama de la rr de parra (aún perteneciendo a la misma planta). Ahí estamos erre que erre repitiendo con obsesión inútil: rápido ruedan las ruedas redondas del ferrocarril.
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