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Una ciudad sin gracia (aunque con alguna verdad)

Sebastián De la Obra

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Las cuatro fuerzas políticas representadas en el Ayuntamiento de una ciudad aprueban por unanimidad un Plan Especial que conlleva la legalización de un conjunto de edificaciones ilegales. La magnitud (e impunidad) de esas construcciones ha sido en los últimos años motivo de escándalo político y urbanístico en la ciudad. El responsable de semejante desaguisado ha sido objeto de burla y desprecio por el conjunto de las fuerzas políticas al tiempo que durante años se acercaban a él requiriendo de sus favores (la carcajada y el miedo suelen caminar juntas, es decir, en masa). Muchos de los que se reían a carcajadas callan ahora. Todos le atribuyen una memoria eficaz (y peligrosa). Sólo un pequeño grupo de ciudadanos ha recordado con extrema sencillez la existencia de un informe técnico de la administración autonómica, elaborado en 2010, que negaba toda posibilidad de legalización. Ahora serán ellos los sospechosos de romper la baraja, por decir la verdad. Ahora las carcajadas brotan de otra garganta.

En la misma ciudad que hace años vio renacer la artesanía de los baúles, objeto utilizado por un singular y pantagruélico personaje (hoy venido a menos) para realizar regalos a todos; en esta misma ciudad, otro personaje alimenta el renacer del discurso barroco. Hoy habla del complot que se planea desde la Unesco para volver a todo el mundo homosexual, mañana habla de la ideología de genero, pasado de… Siempre presenta sus discursos como resultado de una obsesión (una idea recurrente que produce malestar). Esa tendencia le lleva irremediablemente a la extravagancia. Muy propio del barroco (tan querido a la institución que representa). La visión barroca de la existencia se bifurca en el carnaval y en el intento de borrar todo rastro de verdad. Es la entronización del parecer sobre el ser. El brillo frente a lo sencillo, frente a la verdad. Magnífica escuela de aprendizaje para nuestras sociedades y sus clases dirigentes contemporáneas. No en balde de esta ciudad tuvieron que salir místicos de diverso origen, alumbrados y librepensadores (hombres y mujeres que desvelaban las máscaras de la hipocresía).

Tiene esta ciudad, sin embargo, algunos ejemplos verdaderos. De parresía, de franqueza expresada con la desnudez de la palabra y la verdad. Una verdad que vuelve ridícula la puesta en escena del poder. Juana Gómez fue una lavandera cordobesa condenada por el Tribunal de la Inquisición de Córdoba en 1574. Se la condenó por blasfema a llevar mordaza y a recibir cien azotes. Ella se mantuvo en su declaración: “creo que estar amancebados un hombre y una mujer solteros, no es pecado mortal sino, en todo caso, venial”. Fue condenada. La verdad y el sentido común juntos son explosivos.

Otro nombre merece ser escrito en negrilla: Hernando de Ávila. Vecino de Córdoba que fue condenado en 1598 por blasfemo y perjuro. Tuvo cárcel perpetua y confiscación de bienes. El Tribunal de la Inquisición no toleró su seguridad basada en la sencillez de la palabra. El escribano transcribe con fidelidad el acta de la acusación: “(…) Dicen que estando un día, el dicho Hernando de Ávila, entreteniéndose y tirando con unas piedras, tomó por certero una cruz y le tiró muchas pedradas (…) Y que habiendo preguntado este si Nuestra Señora parió, cómo pudo quedar virgen y habiéndole respondido este tribunal, que quedó virgen en el parto y antes y después del parto, él había respondido: ¡No quedó! (…)”. Fue condenado.

Nota: cuando en una ciudad se castiga y condena el sentido común, el ridículo se convierte en discurso oficial. Una ciudad así no tiene ninguna gracia.

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