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'Taquicardias cerebrales' (primera parte)

Mar Rodríguez Vacas

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Esto de la Navidad es una locura. Lo he vivido en carne propia. Y si encima añadimos al estrés vacacional que este año es el primero que mi hijo es plenamente consciente de la llegada de Papá Noel y los Reyes Magos, el resultado es justo lo que me pasó el viernes pasado: una 'taquicardia cerebral'. Vamos, el típico 'embotamiento mental' en el que te sientes fuera de tu cuerpo y vives en una realidad paralela mientras tu cabeza bombea a todo tren.

El día 21 fue un día especial para el mayor. Tenía que ir vestido de pastorcito al cole para su función navideña. La hora de entrada era la misma de siempre: las nueve y media de la mañana. Pero al tratarse de la última jornada antes de las vacaciones, la hora de salida se adelantaba un poco (bastante). Además, para despedir a los peques, Melchor en persona iba a ir para estar con los alumnos mientras los papás nos tomábamos unos aperitivos en el mismo cole. Con este panorama ya sabía yo que el día sería movidito, pero la verdad, no tanto.

Tanto miércoles como jueves tuve que abortar mis intenciones de salir de casa por la lluvia. Así que llegué al viernes con el frigorífico vacío y mi lista del amigo invisible intacta. Me hice mi cronograma. Si dejaba al niño en la guarde a las nueve y media tendría hasta tres horas y media para hacer mis recadillos. Pero claro, a esa hora también tenía que estar listo el pequeño, vestido y desayunado. Era difícil, pero no imposible. Para demostrar que mi disposición era buenísima os digo que yo me levanté muuuuuyyyy temprano para dejarme y dejarlo todo averiguado en casa. A las nueve menos cuarto, como cada día, desperté al mayor para ir espabilándolo y darle el desayuno. Cuando no habíamos hecho ni el primer pipí de la mañana se despertó el pequeño. Estaba mojado hasta casi el cuello. Tocaba cambio de pañal, ropa y sábanas urgente. Ya lo vestí para ir a la calle. El otro seguía sin hacer su pipí. Ya habían pasado las nueve cuando, por fin, conseguí sentarlo en su silla para desayunar. Su respuesta fue negativa. “Hoy no quiero”. Las cosas no iban a ser fáciles. Cuando conseguí que estuviera listo (sólo él. Ni el pequeño ni yo lo estábamos) llegó una abuela y una tía a verlo de pastorcito. Comenzó entonces el festival de villancicos junto a la sesión de fotos y vídeo.

La visita de la otra abuela y los últimos detalles hicieron el resto. Llegamos a la guarde a las diez. No pasaba nada, la actuación empezaba a las diez y media. El problema es que yo había perdido una preciosa media hora de mañana y el pequeño aún no había desayunado. Comencé a tener un tic en el ojo derecho. Me replanteé mi mañana para aprovechar al milímetro el poco tiempo que me quedaba pero todos mis planes se frustraron cuando llegué a El Corte Inglés en mi particular búsqueda de regalos navideños. Por cierto, no dudéis que el pequeño salió de casa desayunado.

Bueno, al grano. Que yo iba por aquel juguete que mi hijo ha bautizado como 'El túnel de Chuggintong' cuando me encontré con la sección de Peppa Pig recién repuesta. Mi emoción llegó hasta tal punto que creo que grité. Después de ver estas estanterías, día tras día, desoladas y casi arrasadas por la 'fiebre cochina' que hay este año, contemplarlas repletas provocó en mí una reacción indescriptible: un impulso irrefrenable me llevó a coger una caja de cada y arrimarlas a mi persona como si se tratase de “mi tesoro”. No sabía lo que quería llevarme pero tampoco que ¡nadie se lo llevara!

Tal fue mi acopio de cajas (de todos los tamaños), en plan 'el perro del hortelano', que creo que más de una dependienta me miró mal. Pero no me importó. Ahora tenía tiempo de pensar y distribuir. A ver... La cocinita de Peppa Pig la compré días antes por internet previo aviso de posibles unidades agotadas en todos los establecimientos. Saltaron las alarmas. El pobre de mi hijo sólo quería esto por Reyes (bueno, y unos guantes, pero le valen unos de Mercadona, que le encantan), así que no podía fallarle. Con todo lo que conseguí reunir a mi alrededor pensé en mi abuela, en los abuelos, en los tíos... e hice las llamadas pertinentes para saber qué quería cada uno. Terminé reservando varias cosas y llevándole a mi abuela la casita del árbol de Peppa Pig, una tarea que no tenía en mi apretada agenda matutina.

El nivel de estrés iba subiendo irremediablemente. El tic ya estaba en los dos ojos. Y todavía no me había enfrentado a la jungla urbana ávida de quemar tarjeta... Pero esto y lo que pasó cuando recogí al mi hijo de la guarde os lo cuento en la próxima entrega. Y ya me entenderéis... digno de padecer 'taquicardias cerebrales'.

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