El móvil se ha convertido en un apéndice de nuestras manos, imprescindible para el desarrollo de cualquier actividad. Encargamos comida, cerramos negocios, pagamos la hipoteca y hasta terminamos relaciones por el móvil. Consultamos el extracto bancario, leemos la prensa y, durante el “work break”, nos asomamos a las vidas ajenas por las redes sociales. Y qué decir de esa aplicación de mensajería instantánea que todos tenemos instalada. Esa que nos permite reñir a los hijos, reírte con las amigas del último cotilleo y estar al tanto de cualquier novedad en el chat correspondiente (he perdido la cuenta de los que tengo).
El problema es cuando todo eso está también al servicio de quienes delinquen y al otro lado en manos de personas vulnerables, no avezadas, o sencillamente menores de edad. Se produce entonces un hilo invisible, pero directo, que conecta de manera fácil e inmediata a los unos con los otros gracias al teléfono demoníaco, ese sin el que ya no podemos vivir.
El otro día me llego un mensaje de sms que decía “Hola mamá, mi otro teléfono está roto. Este es el nuevo número. Envíame un mensaje a través de whatsapp”. Lo que para mí fue evidente, aunque confieso que dudé un par de segundos, puede que para muchas otras personas no lo sea. Hay mensajes sobre el paquete que te deben entregar, de la Agencia Tributaria, o de esa persona que quiere volver a verte después de años. Contestarlos termina en estafa segura, puede que con envío de dinero o, incluso peor, con captación de datos personales con los que el delincuente que hay detrás conseguirá su propósito criminal.
Nadie estamos a salvo. Y resulta que nuestros hijos menores tampoco, con riesgo incluso de ser víctimas de delitos mucho peores que una simple estafa, con el móvil como instrumento. El otro día me consultaba un progenitor si podía acceder y revisar el móvil de su hija menor, ante la sospecha de estar siendo víctima de ciertos hechos delictivos por parte del otro progenitor. O de un tercero, qué más da. Víctima se puede ser de cualquiera.
La respuesta es sí. SÍ, en mayúsculas y de manera rotunda y, además, con el aval del Tribunal Supremo y otro tribunal aún más eficaz, el del sentido común. Sería absurdo que el ordenamiento jurídico hiciera descansar en los padres la obligación de velar por sus hijos menores y, al mismo tiempo, nos desposeyera de la capacidad de controlarlos en casos de evidencia o sospecha de estar siendo víctimas de cualquier delito. La inhibición, el mirar hacia otro lado, nunca es buena y es lo contrario al deber de protección que nos asigna la legislación civil. Porque, más allá de cuidar, está la obligación de tratar de impedir cualquier delito sobre nuestros hijos, o el cese del que se estuviera cometiendo.
Por mi hija “ma-to”, como diría Belén. Ahora y para siempre. Y sí, revisé móviles. Lo confieso.
Soy cordobesa, del barrio de Ciudad Jardín y ciudadana del mundo, los ochenta fueron mi momento; hiperactiva y poliédrica, nieta, hija, hermana, madre y compañera de destino y desde que recuerdo soy y me siento Abogada.
Pipí Calzaslargas me enseñó que también nosotras podíamos ser libres, dueñas de nuestro destino, no estar sometidas y defender a los más débiles. Llevo muchos años demandando justicia y utilizando mi voz para elevar las palabras de otros. Palabras de reivindicación, de queja, de demanda o de contestación, palabras de súplica o allanamiento, y hasta palabras de amor o desamor. Ahora y aquí seré la única dueña de las palabras que les ofrezco en este azafate, la bandeja que tanto me recuerda a mi abuela y en la que espero servirles lo que mi retina femenina enfoque sobre el pasado, el presente y el futuro de una ciudad tan singular como esta.
¿ Mi vida ? … Carpe diem amigos, que antes de lo deseable, anochecerá.
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