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Dignidad

Carlos Puentes

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El pasado sábado estuve, junto a otro millón de personas, en los escasos 2,5 kilómetros que separan Atocha de la Plaza de Colón en Madrid, en una de las mayores demostraciones de fuerza política que pueden recordarse en democracia. Quiso el trágico destino, que en el mismo lugar y hora a la que muchos españoles pedíamos otro rumbo en la política nacional, que dignificase la condición de tantos desgraciados que vivimos en esta tierra, pusiese fin a sus días, bajo la atenta mirada de la nación, quien fuese uno de los protagonistas de la transacción española. Intuyo que la inminencia de la muerte nubló el sábado la mollera de redactores, y el cansancio de la espera ante el anunciado desenlace, disparase la desvergüenza de los expertos en el ensalzamiento de símbolos incuestionables.

No acabo de entender el cinismo de estos días sobre los grandes demócratas españoles mientras se silencia y ningunea la expresión popular. No sé hasta qué punto quien se gana la vida contando lo que sucede, está legitimado para indignarse con los evidentes insultos a la racionalidad que se dan desde otros frentes, cuando calla ante atropellos contra la veracidad como el que se dio el pasado sábado. Sobra decir que todos los que estuvimos en Madrid éramos unos incorregibles rojos y naturales elementos proto-terroristas, pero mereceríamos, al menos, un ejercicio de explicación de la verdad algo más digno de lo que todos los medios masivos de prensa han demostrado. 

No debería sorprender la facilidad con que la prensa de este país manipula, amparándose en los valores democráticos de consenso y convivencia como los defendidos por el difunto Suárez, a su propia clientela. De desvergüenza, sólo de desvergüenza puede catalogarse el interesado silencio, al que se sometió sábado y domingo con las marchas de la dignidad. Las cifras cantan por sí solas, 50.000, según las fuentes oficiales y mediáticas, frente al millón de personas que conformaba la marea, y que un rápido cálculo al alcance de cualquiera hecho desde la más absoluta racionalidad, se muestra cabezonamente en devolver. Que un millón de voces, decidiesen reunirse para decir no, debería ser tratado con el merecido respeto, en cuanto se oculta la verdad, tras el telón de un disturbio que a todas luces pareciese promovido para abrir las ediciones de la noche.

Sonaba el Canto a la libertad de Labordeta, en el coro de la Solfónica sobre el escenario de Colón, mientras desde Génova se daba comienzo a una peligrosa pantomima, que si bien en otros lugares son bandera de la necesaria rebelión popular, aquí sólo son síntoma de la violencia inherente a la extrema izquierda. Doble rasero para asuntos de igual forma pero muy diferente contenido.

Hoy me he permitido no hablarles del tiempo, como tantas otras veces, para hablarles de algo que todos debiéramos tener bien claro, nuestra propia dignidad. El sábado se atropellaron los valores que estos días llenan la boca de tantos herederos de aquella transacción hoy ensalzada. No se engañen, la transición nunca acabó, sólo fue un viaje de ida y vuelta, del que muchos llevaban tiempo avisando.

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