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Los bobos

Carlos Puentes

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Una escena prototípica del Far West norteamericano corresponde a las cochambrosas caravanas itinerantes que recalaban de pueblo en pueblo, amasando pequeñas fortunas con la venta de ungüentos, tónicos revitalizantes y lociones crecepelos. Todos timos, cuya esencia primigenia consistía en el engaño establecido entre dos partes contractuales, la uno, el socio capitalista, promotor y comercial, y la dos, el bobo. Como todo timo, la relación contractual se basaba en un abuso de poder, intelectual, de una parte sobre la otra.

La oxidada imagen de la caravana se ha ido actualizando con el paso del tiempo, siendo el timo, o la relación comercial entre capitalista y bobo, pilar fundamental del avance de la sociedad productivista y todo su brutal crecimiento. Si bien es cierto, que por cuestiones de oferta y demanda, buena parte del crecimiento económico de las últimas décadas en el norte opulento ha venido arrastrado de notables y afortunados avances de la técnica, existe un segmento realmente generoso del mismo crecimiento, que obedece única y exclusivamente a relaciones de dependencia económica entre listos y tontos. Listos en la acepción más negativa del término, y tontos en la más entrañablemente positiva que pueda uno imaginarse.

Bien es cierto que esta última, al margen de llenar bolsillos de los ocurrentes vende-motos del momento, ha ido sirviendo con relativa emoción a mejorar sustancialmente los indicadores socio-económicos de todas aquellas sociedades que han ido integrando las modernas facetas del timo dentro de su entramado productivista. No hay que esforzarse en demasía para recordar jugosos negocios que habrán ayudado al crecimiento de la economía y al empobrecimiento, mental y financiero, de los bobos seducidos como los remeros de Ulises por los cantos de sirena de las voces enlatadas en los programas de la Teletienda.

Pero el engaño no es, ni mucho menos, competencia exclusiva del bobo pringado medio. Au contraire. Si en algo podemos estar más patrióticamente orgullosos es en contar entre nuestras filas españolas, con la raza de administradores de la propiedad común más tonta al norte del Ecuador, la clase política. No creo que haya bobo más noble, para regocijo nuestro, que el del edil municipal, que a falta de un canal propio donde comprar dudosas pulseras reguladoras de los flujos energéticos vitales, cuentan con una extensísima agenda de emprendedores y arquitectos varios, dispuestos a hacer negocio, como buenos liberales, del tesoro público.

Posiblemente, la mejor referencia cultural que describe a la perfección de lo que les hablo, nos la dio Matt Groening, o uno de sus esclavos, en una mítica escena en la que un extravagante extranjero, ergo bendecido por la mano de Dios, vende un inútil y cochambroso monorail al villorrio donde viven los Simpsons. Con los mismos argumentos esgrimidos en dicho episodio, de aplastante lógica, por nuestro país se sembró un interminable reguero de infraestructuras inútiles y de muy cara ejecución. Muchas de ellas, aún resultando millonarias para el erial público, ni siquiera llegaron a ejecutarse, caso del castizo Palacio del Sur, que lejos de haberse quedado enterrado hasta el fin de los tiempos, amenaza con volver por partida doble gracias a la insistente labor de una clase política que antes que salvaguardar los intereses colectivos, sigue ensimismada en cubrir el pago de prebendas y afianzar el castizo deporte del “puesyomás”.

Escuece aún más, la sensación que puede masticarse tras cada anuncio que se hace de los hitos que serán revulsivos, el del fin único, y ocultado, del aumento de las pernoctaciones para tapar, con los ingresos de la República Popular de Guirilandia, el sumidero local de gastos a los que como sociedad moderna y compleja nos hemos acostumbrado. Llegado este punto, sólo queda sumar o restar, propositivamente. Que no quede. Si de vender salmorejo y noches de hotel al resto de la Humanidad se trata, propongo hacer de lo singular nuestra seña de identidad. Darnos a conocer como la realidad que somos, el biotopo más insoportablemente caluroso de toda Europa Occidental, hacer eslogan de este hecho, y programar una nueva fiesta que disponga al visitante el mismo subidón de adrenalina que lleva a jugarse la vida, a quien se lo pueda permitir, escalar el Everest por el mero hecho, bastante cuestionable, de decir “yo estuve allí”.

Y todo esto, mal que me pese, podría ser relativamente aceptable si en efecto, la salud de nuestra sociedad se viese beneficiada, si los indicadores que nos hablan del inquietante avance del hambre, quebrasen su tendencia y remontasen la terrible pendiente hacia la miseria en que estamos inmersos. Pero todo esto se emborrona cuando uno constata que donde había innovación y desarrollo, sólo hay flamenquines revestidos de chaqué. Donde el emprendimiento se resume a la redenomización de origen para engrosar la cuenta de resultados del engañabobos de turno, mientras continúa sumergiéndonos al resto, por la inanición cultural que supone la estupidización colectiva, a la peor de las miserias intelectuales, la que es timada y se deja timar, la del bobo, aunque sea noble.

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