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Arde la Mezquita de Córdoba

Antonio Manuel Rodríguez

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¿Por qué la Inquisición vendaba los ojos a quienes quemaba en la hoguera? ¿Para que el ejecutado no pudiera mirar a la muerte de cara? ¿Para qué los demás no viéramos su cara al morir? ¿O para que no se llevara consigo las caras de quienes asistieron a la quema?

Cualquiera de las tres respuestas es aplicable a Córdoba. La ciudad del miedo enquistado en la sangre. La muchedumbre prefiere no mirar para no sufrir. Vendarse los ojos para engañarse a sí misma y acusar del incendio a quienes avisan a los bomberos. Arde la Mezquita de Córdoba. Es el Obispado quien le prendió fuego, con el consentimiento de los poderes públicos. Y si el pueblo no se quita la venda de los ojos, nos terminará quemando a todos. Provocando un enorme daño a los cordobeses. En su memoria. Y en sus bolsillos.

La Mezquita de Córdoba fue reconocida con ese nombre Patrimonio Mundial en 1984. Por su cuerpo y por su alma. Por lo que es y por lo que simboliza. La Mezquita-Catedral de Córdoba es un monumento a la tolerancia. Llamarlo sólo Catedral, negando la diversidad de su memoria, lo convertiría en justo lo contrario: una muestra cateta y reaccionaria de intolerancia opuesta a las directrices de la Unesco, del Papa Francisco y del curso de los tiempos. Si su reconocimiento como Patrimonio Mundial fuera declarado en riesgo por la Unesco, perderíamos todos. Y el fuego está más vivo que nunca como consecuencia de la gestión abusiva y confesional del Obispado, especialmente desde que la registrase a su nombre en 2006 aprovechando dos normas pre-democráticas y afectas de inconstitucionalidad sobrevenida. A los poderes públicos les corresponde restituir la legalidad constitucional declarando nula esa inmatriculación. Y a nosotros nos corresponde restituir su memoria.

Córdoba no puede mirar para otro lado y creer que no está en peligro. La Mezquita es Córdoba y Córdoba es la Mezquita. Son dos hermanas siamesas que comparten memoria y corazón. Separarlas provocaría la muerte de ambas. No hay medio de comunicación en el mundo que no se haya sorprendido por esta apropiación jurídica, económica y simbólica por parte del Obispado. Y todos sin excepción la llaman Mezquita. Alguien debe preguntarse por qué siendo el monumento más valorado en Europa no es el más visitado. Es fácil. Su gestión cultural no obedece a criterios profesionales. No puede ser que la web, su ventana abierta al mundo que la conoce como Mezquita, la llame exclusivamente Catedral. No puede ser que el rastro de la Mezquita inunde toda Córdoba (bares, cervezas, hoteles, autoescuelas, equipos deportivos, bodegas, heladerías...) y el visitante no lo reconozca en el monumento que debiera llevar su nombre. No puede ser que la difusión documental se fundamente en conceptos rancios y confesionales como la Reconquista o la “extranjerización” de nuestro pasado, despreciados científicamente por la unanimidad de las Universidades del mundo.  Mientras en Oxford o en la Soborna se estudia que el primer renacimiento europeo se produjo en Al Andalus, una de las huellas más luminosas de su memoria le niega hasta el nombre.

Reconozco la existencia evidente de dos catedrales en su interior. Como reconozco que su uso más importante es el civil derivado de los ingresos que genera la Mezquita. Ni el monumento es la Alhambra de Granada ni la Catedral de Sevilla, sino las dos cosas a la vez. Un monumento singular precisa de un estatuto jurídico singular que compatibilice el uso litúrgico con una gestión pública, transparente y aconfesional. Nadie está negando el derecho a los católicos para seguir rezando en el templo, pero sí a su jerarquía para que se sigan apropiando de los que nos pertenece a todos los cordobeses. La Mezquita es de Córdoba. Quien le niega el nombre y su memoria nos la está negando a nosotros. Y está poniendo en riesgo el nombre y el símbolo de nuestra ciudad para todo el mundo. Los hosteleros, comerciantes y toda la ciudadanía de Córdoba tienen que mirar por ella y por ellos. Sin miedo. El pirómano no puede ser quien alerta del incendio. Y vendarse los ojos, no apagará el fuego. 

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