Soy una barcelonesa trasplantada a Córdoba, donde vivo creyendo ser gaditana. Letraherida, cinéfila aficionada, cultureta desde chica, más despistada y simple de lo que aparento y, por lo tanto, una pizca impertinente, según decía mi madre. Desde antes de tener canas, dedico buena parte de mi tiempo a pensar y escribir sobre el envejecer, que deseo armonioso. Soy una feminista de la rama fresca. Yo, de mayor, vieja.
Viejas pensionistas: ¡Estamos de enhorabuena!
Últimamente, en mis presentaciones y conferencias, cuando abordo el tema de la pobreza de las viejas, aprovecho para hacer un repasito acerca de las causas y características de esta realidad, para que no se nos olvide de qué polvos vienen estos lodos. Por ejemplo, que las mujeres de todas las edades somos las pobres del planeta, sin paliativos (a pesar de la compensación que aportan las Koplowitz). Y que esto es así porque en edades tempranas acometemos proyectos de vida en los que el dinero está en un plano secundario, primando otros valores importantes que, sin embargo, no cotizan para el futuro. También, porque en alguna parte de nuestro cerebro subyace la idea de que Dios (o quién sea) proveerá; pero cuando llega el momento ni uno ni otro están ahí para sustentarnos.
Después de hacer estas consideraciones, suelo afirmar con plena convicción que el Estado debería dar una pensión digna a todas las mujeres, por el mero hecho de serlo y de haber sostenido el mundo con generosidad y abnegación.
Esta sugerencia, que también planteo en Yo, vieja, la hago con poca esperanza de que se haga realidad, un poco a ese modo mío de agitadora de mentes en el que me suelo situar. Con una perseverancia que raya en el dislate. Haciendo espacio deliberado a la utopía como semilla de una posibilidad futura. Convencida de que sin utopía no hay mañana.
Y cuál no fue mi sorpresa cuando, hace un par de días, oí por la radio que en el proyecto de ley que se está diseñando acerca de las pensiones se incluye una paga compensatoria para las mujeres, con el fin de paliar la gran diferencia que actualmente se da entre las pensiones promedio percibidas por los hombres y por las mujeres. Tal cual.
Aluciné. No daba crédito a lo que estaba oyendo.
Hasta ese día estaba convencida de que mis planteamientos iban a quedar en el terreno de los deseos inalcanzables. De repente comprobé que en el ministerio de la cosa de las pensiones había una mente que se había parado a pensar en las viejas. En sus trayectorias de renuncia, de cuidados sin recompensa, unidireccionales. En las consecuencias que semejante entrega tiene en la vida de las mujeres cuando llegan a viejas. Y este alguien cree que el Estado puede y debe compensar tamaña injusticia, haciendo que su mano derecha no sepa lo que hace la mano izquierda. Inimaginable. Reconozco que es una de las alegrías que me ha dado la política últimamente; realmente la única, porque lo demás son todo disgustos.
En ese Ministerio hay alguien que sabe que un país con una población de viejas con pensiones justas, con dinerito para vivir medio bien, es un país con viejas felices, contentas, menos demandantes, más sanas, activas y divertidas.
Hablamos de justicia, no de caridad. Enhorabuena, viejas pensionistas.
Sobre este blog
Soy una barcelonesa trasplantada a Córdoba, donde vivo creyendo ser gaditana. Letraherida, cinéfila aficionada, cultureta desde chica, más despistada y simple de lo que aparento y, por lo tanto, una pizca impertinente, según decía mi madre. Desde antes de tener canas, dedico buena parte de mi tiempo a pensar y escribir sobre el envejecer, que deseo armonioso. Soy una feminista de la rama fresca. Yo, de mayor, vieja.
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