Paseando por la ciudad hostil
Estábamos paseando mi cuñado Antonio —un hombre saludable de 90 años— y yo por Gran Capitán en dirección al Vial Norte cuando en un momento determinado se sintió cansado y necesitaba sentarse. Miré alrededor en busca de un banco, una sombra, un punto de apoyo, y no vislumbré nada más que la acera repleta de unos veladores que obligan a los viandantes a ponerse en fila india, apretujados, con el consiguiente trajín de virus.
Debía ir a buscar mi pequeño coche, aparcado dos calles más allá, y no tuve otro remedio que dejar a mi acompañante, y sus 90 años, medio apoyado en una de las barandillas de protección peatonal que, a pesar de ser de hierro, le parecieron de lo más cómodas porque las había diseñado su querido hermano Juan.
Volví a casa rumiando, algo enfadada, acerca de la azarosa vida de las y los viejos en la ciudad. Llegué a la conclusión de que quienes diseñan las ciudades, los barrios, las plazas, deberían previamente vivir una experiencia que les permitiera ponerse en la piel de una persona mayor moviéndose por ellas.
Dichos urbanistas, políticos y diseñadores varios podrían hacer la prueba de desplazarse con los pesados zapatos de la edad, con un andador, un bastón o en una silla de ruedas, pongamos por ejemplo, por el Vial Norte camino del Brillante —o por la recientemente reformada acera de la Muralla del Marrubial, sin un mísero árbol—, un día de julio o agosto, sin una mala sombra en la que cobijarse, un banco donde sentarse o una fuente para refrescarse. Deberían comprobar en su cuerpo lo que significa a los 70, 80, 90 años esperar a pelo un autobús, hacerlo de pie, en una acera en la que hay un hermoso alcorque sin árbol, a 45 impasibles grados de temperatura. Es solo un ejemplo de los muchos que podríamos poner a lo largo y ancho de nuestra tórrida ciudad sin sombra, sin bancos, sin fuentes, con el acerado levantado donde tropezar y trastabillarnos.
A todas esas, ¿no os habéis preguntado quién decidió poner en los pasos de peatones rebajados esos adoquines llamados disuasorios (pensados para disuadir) que se supone que tratan de facilitar el cruce a las personas con dificultades visuales, pero que para deslizar cualquier tipo de ruedas (cochecito de bebé, andador, silla de ruedas, carro de la compra repleto) tienes que desplegar la fuerza de una lanzadora de peso? Estoy segura de que las personas ciegas cruzarán airosas nuestras calles, pero para el resto de viandantes suponen una trampa cuasimortal, sobre todo cuando eres vieja, tienes tan poco equilibrio que necesitas desplazarte con un andador y efectuando semejante acrobacia tienes muchas posibilidades de terminar exhausta y en el suelo. Haced la prueba y me contáis.
Suma y sigue: una ciudad en la que, además, los autobuses no se detienen en el lugar que nos conviene a los mayores (cerca de casa), sino donde el ajeno de turno decidió que convenía y donde las aceras están llenas de veladores, a los que se les otorga el espacio y el respeto delos que se le priva a la ciudadanía, es una ciudad que debe replantearse de cabo a rabo la calidad de vida y el trato que nos ofrece. Si no quiere que desfallezcamos en el asfalto de la ciudad hostil.
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