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Goya

Juan José Fernández Palomo

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Goya en Burdeos se preguntaba qué coño hacía allí, por qué estaba allí y que le había pasado para llegar hasta allí.

Pero allí estaba el tío, intentando, de noche, pintar lo no pintado con un sombrero de luz lleno de velas.

Goya era un bruto ilustrado. Esto no es baladí: les pintó una manchita blanca en los ojos a los que iban a ser fusilados un tres de mayo. Esa pincelada mínima y blanca en los ojos del tipo que abre los brazos crucificándose como un cristo frente al pelotón de fusilamiento es una súplica.

Es Piedad. Algo de luz, la Ilustración.

Esa mancha es un grito callado. Sí, un oxímoron que se adelanta a los tiempos: luego pintarán otros.

Goya fue un fotoperiodista sin leika y con más paciencia. Goya pintó a dos tipos semienterrados dándose mamporros y eso era

España.

Goya pintó a una maja desnuda y vestida y eso era España.

Goya pintó a Saturno comiéndose a un niño y eso era España.

Goya es España, pues, si esto fuera un silogismo loco.

Pero Goya pintó también un perro semihundido en una cuesta diagonal que va, de manera natural, ascendiendo desde el vértice inferior izquierdo al superior derecho del lienzo.

Un perro que ni gime ni ladra. Un perro equidistante.

El perro que soy yo.

Y tal vez tú.

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