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Aplausos

Juan José Fernández Palomo

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Lo habrán visto como yo: la gente, en las dunas, al pie del pequeño acantilado, en la terraza del chiringuito más o menos cool, con un gintónic cerca, aplaude el atardecer, cara al sol que se sumerge lentamente en el mar como hizo ayer y como hará mañana más que posiblemente.

En esos chiringuitos que miran al oeste hay, incluso, pinchadiscos (Djs) que no pinchan nada pero se guardan en su lista de reproducción una sugerente música para el momento del ocaso que puede oscilar entre cualquier chambao petardo, electrónica melosa o Vicente Amigo con la Orquesta acordándose de Marinero en Tierra, de Alberti. Cualquier cosa.

No lo entiendo. El personal aplaude lo obvio.

Es un aplauso que me recuerda al que suena muchas veces en la cabina de pasajeros de un avión de línea low-cost cuando aterriza. Si no aterriza, malo, no habrá dios que aplauda.

Lo que no entiendo, ya puestos, es por qué no he visto nunca a nadie aplaudir un amanecer, que se supone que es el principio ¿Tal vez porque al aplaudir al atardecer están homenajeando al día pasado? No creo. Quizá sea porque el ocaso, sobre todo en vacaciones, anuncia el inminente “ocio nocturno”, ese eufemismo al que ahora nombra tanta gente que piensa que todos los virus son pardos por la noche y no en la comunión de tu sobrino que se celebra a la luminosa hora del ángelus.

Nadie aplaude un amanecer como nadie aplaude cuando despega un avión cargado de keroseno en el depósito y de inquietud en el pasaje.

Creo que la gente aplaude en los atardeceres y en los aterrizajes por la simple razón de no estar muerto.

Y no aplaude en los despegues o cuando amanece un nuevo día por la simple razón de que le da miedo vivir.

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