America
Sí; así sin tilde. El hogar de los valientes, el de las barras y estrellas. America la de los supermercados a las afueras, las de los dinners que no cierran –o no sabemos cuándo abren, que es lo mismo-. La de los trasteros y las casas de madera, las que tienen un sótano con una bombilla sobre la escalera que se enciende tirando de una cuerda y que da miedo.
America sin tilde, siempre abierta, la joven viejuna, la que no tuvo ni a Virgilio ni a Shakespeare ni a Cervantes ni a Goya ni a El Bosco ni románico ni gótico ni renacimiento ni Napoleón ni rey ni guillotina.
America sin tilde de Whitman, Thoreau, Faulkner, El Gran Gatsby, Dickinson, el Missippi, Elvis, El Gran Cañón, el oso Yogui y un parque de secuoyas. America de los madmen, de la serrería de Packard, de C.C. Baxter prestando su apartamento, de la caída y el auge, la de las uvas de la ira, la de raíces profundas –no tan profundas-, la del jinete pálido. America en la que decían “yo vine aquí a fundar una familia”. America de la guitarra como un arma que podía matar fascistas, la del enemigo interior, la que vigila el patio trasero y descuida su propia cocina.
Yo, como usted, amable lector que curiosea por aquí, también soy, en cierto modo, americano y me duele la America sin tilde del Clark Kent que no encuentra una cabina telefónica antes de ser Superman.
Yo, que estuve en Manhattan para comprobar que eso no es America sin tilde, para ver que las máquinas expendedoras de billetes de metro tienen las instrucciones en inglés, en ruso y en coreano. Yo, que no fui allí “a fundar una familia”, que sólo estaba de turismo.
Yo, que tal vez debí comprar un arma y, luego, sin usarla, tirarla envuelta en una bolsa de papel al Hudson.
Pues a mí me duele America. Me duele cerca. Ahora llamadme mitómano o cualquier cosa, me la suda.
Todavía hay gente allí que piensa que “sólo ha venido a formar una familia” y, aún fracasando, siguen empeñados en que el fracaso no existe en la America sin tilde.
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