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Una misión en el mundo

Alfonso Alba

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Basta echar una ojeada a las reacciones genuflexas de las fuerzas vivas de Córdoba para entender de qué clase de personaje hablamos y qué tipo de régimen impuso durante casi tres décadas. Más allá de las condolencias naturales por la pérdida de un ser humano, Miguel Castillejo, don Miguel para entendernos, representó un modelo de poder extemporáneo, omnímodo y, sobre todo, mesiánico. El cura Castillejo se creyó ungido para una misión divina en la tierra y a ese propósito dedicó toda su obra personal y financiera. Lo hizo, además, a golpe de talonario de una caja de ahorros que convirtió durante treinta años en instrumento de sometimiento y autopromoción al servicio de su egolatría sin límites.

Cómo pudo un sacerdote de pueblo tejer un poder medieval en una sociedad que viraba veloz hacia la modernidad, es algo que tardaremos tiempo en comprender. El suyo fue un régimen de silencio y vasallaje. No sólo en el interior de las paredes de Cajasur, donde ejerció un gobierno absoluto, sino a lo largo y ancho de una ciudad, por cierto, regentada entonces por el Partido Comunista. Para ello, se sirvió de un nutrido grupo de acólitos, algunos de los cuales dejó caer con estrépito cuando ya no eran útiles a su causa.

Durante años, no se movió en Córdoba una pluma sin el consentimiento de don Miguel. Su control sobre la letra impresa fue total, vía suculentos contratos de publicidad o, ya puestos, por presión directa. No hizo falta. El cura Castillejo era intocable y eso lo sabía cualquiera que se sentara frente a una máquina de escribir. Fue entonces, cuando se propagó como la pólvora aquella anécdota que retrataba fielmente al personaje. Una revista de tirada nacional publicó un reportaje sobre el cura de Fuente Obejuna bajo un titular inevitable: “Fray Langostino”. Al parecer, antes de que los quioscos de prensa hubieran abierto sus puertas todos los ejemplares habían desaparecido como por ensalmo.

Así maniobraba el presidente de Cajasur. Obsesivo hasta lo patológico de su imagen pública, no dudó en comprar la mayoría de acciones del principal periódico local para garantizarse autobombo a precio de oro. En aquellos años, no había día en que los medios de comunicación no certificaran alguna gesta benéfica del magnánimo cura banquero. Castillejo y los peñistas. Castillejo y los discapacitados. Castillejo y los cofrades. Castillejo y los alcohólicos. Castillejo y los grupos rocieros.

Córdoba era Castillejo. Así, subvención a subvención, crédito a crédito, el presidente de Cajasur se fue labrando un cuadro de santón llamado por la providencia para hacer el bien en el mundo. No había sino que escuchar alguno de los cientos de discursos con que nos agasajó en vida para saber que nos encontrábamos ante un hombre conectado con energías cósmicas. Su verbo pausado y ampuloso, su cadencia ascética ante el auditorio, su mirada ingrávida, nos advertía de que estábamos ante un hombre con una misión que cumplir.

Castillejo tuvo muchos enemigos. Pero todos mudos. Ni incluso los más damnificados por sus innumerables arbitrariedades quisieron (ni pudieron) evacuar su impotencia por ninguna de las vías posibles. Ahí está el largo listado de directores generales y altos ejecutivos que fueron apeados de Cajasur con el tren en marcha y una golosa indemnización en compensación por el silencio.

Don Miguel fue más banquero que sacerdote, en el caso de que ambos oficios puedan transitar por el mismo camino. Ese binomio inexplicable produjo enormes contradicciones entre las comunidades cristianas fieles al espíritu evangélico. Por ese lado, el presidente de Cajasur y su indisimulada ambición terrenal provocó un daño irreparable en la iglesia de base. Pero ni el propio cura de Fuente Obejuna, ni seguramente el Vaticano, que se beneficiaba del dividendo cordobés, se dieron por enterados jamás de que buscar la pobreza y la riqueza al mismo tiempo era sencillamente imposible.

Don Miguel Castillejo ha muerto en la cama. No ha tenido que hacer frente a ninguna de las numerosas irregularidades financieras que han jalonado su gestión. Las mismas, en cierta medida, que han llevado ante los tribunales a decenas de consejeros de cajas de ahorros en otras latitudes del país. Algún día, quizás, se esclarecerá este periodo nefasto de la historia de Córdoba. El episodio de la póliza que le garantizaba una jubilación multimillonaria valiéndose de triquiñuelas bochornosas quedará grabada para vergüenza colectiva.

Porque lo peor de todo no fue el despotismo decimonónico de un cura mesiánico. Lo peor fue la dimisión general de una sociedad cuyos responsables públicos se sentaban en el consejo de administración de don Miguel y eran beneficiarios de sus créditos y sus dádivas. Tuvo que venir un obispo integrista para meter los huevos en el cesto y decir lo que hasta entonces nadie se había atrevido a decir. La tarde en que monseñor Martínez deslizó aquella carta a través del fax con inusitadas invectivas contra Castillejo y su comportamiento inmoral supimos que el imperio Cajasur empezaba a derrumbarse.

Luego vino todo aquel litigio florentino en la cúspide episcopal con viaje a Roma incluido por parte de Castillejo para hacer valer su poder (financiero). Monseñor Martínez fue sacrificado por el Vaticano y el cura de Fuente Obejuna, de alguna manera, sentenciado. Don Miguel Castillejo ha muerto y una parte crucial de la historia reciente de Córdoba permanece aún en la penumbra.

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