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Érase una vez Isla Costurero...

Alejandra Vanessa

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[Especial dedicado a mi mejor amiga de la infancia, Elena Mª Carrasco Segovia, y mi amigo Luis, marido y mujer]

Érase una vez una niña tan delicada que en lugar de manos tenía plumas. En los ojos, dos cristalinas gotas de la primera lluvia del otoño. Y donde el corazón, un puñado de melancolía. Nació en Isla Costurero, una pequeña comarca donde los hermanos pequeños nacían de dos en dos, las madres se clonaban y casi todas las grandes amigas se hacían en el patio del recreo. Esta niña se llamaba Elena y cambiaría la vida de aquéllos que se cruzasen en su camino. Lo que cuento no es invento ni ficción. Existió Elena y existió Isla Costurero. Y lo sé porque yo estuve allí.

La primera vez que la vi apenas tendríamos seis años, pero recuerdo esa imagen con una claridad asombrosa. Es curioso lo selectivo de nuestra memoria. Un puzzle que segaste en clase de pretecnología, por ejemplo. Una felpa azul marino en tus manos. Las notas de una canción que aprendiste a tocar con la flauta: mi sol fa la sol... E incluso la cara congestionada de la madre Pili después de clavarse el pico de la mesa en todo el...

Y conservas momentos que por más que el tiempo se empeñe en borrarlos, forman parte de esas últimas imágenes que dicen ves pasar en momentos críticos. Las confidencias de los primeros ligues (espinillosos y pájaros locos), los abrazos de los momentos difíciles, los ataques de risa en la esquina de San Juan de Letrán, el Rubio y el Moreno.

Y mientras construíamos recuerdos crecíamos hacia el presente. Dejábamos atrás chanclas que ya nunca usaríamos para ir a la playa, al tiempo que sumábamos a nuestro equipaje jovialidad, espíritu y locura. Una veces nos enfadábamos un rato, espalda contra espalda. Y otras arrancábamos juntas, con las manos bien abiertas, los pelos de las niñas malas.

Un día apareció alguien inesperado. No estábamos seguras de si se trataba de un encantador de serpientes o del monarca de un país exótico. Yo pensé en un divertido circense. ¿Por qué? Quizás porque en el rostro de Elena se dibujó una sonrisa que desde entonces no se ha borrado. Una de esas sonrisas que, cuando se acaban, dejan dolor de cara media hora seguida. Se llamaba Luis.

Quiso él tocar las manos de Elena pero, como en lugar de manos tenía plumas, ella no se atrevía a mostrárselas. Después quiso que lo mirase haciendo el pino pero, de ese modo, las gotas de lluvia caerían al suelo y se perderían. Y cuando le habló del corazón, se acordó de su puñado de nostalgia. En ese momento, Elena miró hacia dentro buscándola, pero descubrió que la nostalgia había desaparecido. Incrédula se miró al espejo y las gotas de agua ya no nublaban su visión del mundo. Y cuando quiso tocarse los ojos, ya no había plumas en lugar de manos.

Hoy cuento su historia, que es una parte de mi historia y de vuestra historia, con un poquito de ese puñado en mi puño, y el corazón hecho un puño, y los ojos nostálgicos y plumas en el pelo. Como tantas otras veces, creciendo hacia el presente.

Pincha y escucha el sonido de la flauta: Flautilla, toma 33

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