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Érase una vez Baena...

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Alejandra Vanessa

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Érase una vez una niña llamada Guadalupe que nació en un molino. Este molino lo construyeron en la tierra del aceite, Baena. Durante muchos años fue su padre el encargado, por eso en casa nunca faltaron el aceite ni el pan. Vivir allí era una aventura nueva cada día, un descubrimiento, rodeada de un ambiente sano, bueno y muy familiar.

Unos montones enormes de aceitunas ocupaban gran parte de la estancia. Las traían los hombres del campo para después molerlas, y a Guadalupe le llamaban poderosamente la atención. Además, no pasaba un solo día sin que, huyendo de unos gansos que cada mañana pretendían picarle las piernas, no se refugiase entre los kilos y kilos de olivas, “lo recuerdo como si fuera ayer”.

Guadalupe fue una niña delicada de salud por culpa de sus anginas y su mal comer “qué mala esta niña para comer”, se lamentaba su madre. Fíjate que la leche la pasaba con canela y limón, y cuando se ponía malita le daba huevo pasado por agua, un lujo por entonces. En una ocasión, le metió la madre un vaso de leche con el limón y la canela en una bolsita para media mañana. Lo dejó junto a la cartera, en la puerta del colegio, que estaba en un callejón sin salida, y se fue a jugar a la tanga. Cuando volvió, la cartera seguía allí pero la bolsita con la leche, la canela y el limón se lo zampó una más espabilada.

Entonces no existía la seguridad social, si te ponías malo era de pago todo -ella nació en el 1945 . El médico de la familia era un primo hermano de su padre que fue padrino de su boda y, por tanto, de bautismo de todos los hijos del matrimonio, don Francisco Carrillo Santiago. Rara era también la semana que pasaba sin que el tío le pinchase para mejorar sus anginas. “Guadalupe, esta niña se nos va porque no come”, le decía don Francisco a su madre. “Guadalupe, dámela, dámela, porque está tan delicada... que yo te la cuido y verás que se pone bien”, insistía con pena porque no podían tener hijos su esposa y él. Pero la madre de Guadalupe, con firmeza y cariño, le respondía “Paco, no te la puedo dar, que no es un gato”.

Su padre tenía unas hermanas que de jovencillas se vinieron a Córdoba y en Córdoba decidieron quedarse. Fue por mediación de ellas que averiguaron el papeleo para operarla en Cruz Roja. Con ocho años, al poco de hacer la comunión, se la llevaron a Córdoba a operarse de las anginas. Durante el postoperatorio vivó con sus tías porque estaba muy débil. Y éstas le decían a su madre “déjala aquí en Córdoba una temporada a ver si se reanima”, y la dejaba con el apuro que la niña perdiese colegio. Cada vez que la madre quería que la hija volviese, aquéllas volvían a la carga “déjala más tiempo, pero si aquí está muy bien, se está recuperando, la niña se está poniendo mejorcita”. Así hasta que cumplió los diez y volvió a Baena.

Pero mira tú por donde, cuando ella tenía doce años, su madre se quedó embarazada y trajo dos mellizos. ¿Cuál fue su problema? Que la quitó del colegio para ayudarle a criar a los hijos. En la cartilla de la escuela aparece que cursó del 56 al 57 -con muy buenas notas, por cierto- pero el trimestre del 58 ya no aparece firmado. Así que cada cual puso su granito de arena: ella cuidando de la casa y de los bebés, el hermano mayor -que nació en el 39- se fue a la mili, el padre y el segundo hermano -que nació en el 42- al campo a trabajar y su madre, que era modista, se puso a coser por las casas.

La pobre lloraba más que los mellizos porque no sabía por donde meterles mano: una niña de doce años, sola, dos hombres en el campo y su madre en la calle. Tenía dos canastas de mimbre, una de ropa sucia con trapos que hizo su madre de sábanas para los niños -porque entonces no había pañales- y otra con ropa limpia, pues llegaba un momento en el que ya no sabía cómo separar la ropa sucia de la limpia.

La quitaron muy chica del colegio, sí. Su hermana le recuerda a veces “lo que hizo mamá contigo fue una injusticia” pero Guadalupe no se lo ha echado en cara nunca, ni siquiera se lo reprocha porque eran otros tiempos, la costumbre. Una costumbre que “no me traumatizó” pero sí que la apena.

Cuando los mellizos se pusieron un poco mayores, se complicó la cosa de otra manera. Su hermano volvió de la mili y con su padre decidieron trasladarse a Córdoba, a casa de sus tías, en busca de trabajo. Y de nuevo la mandaron a Córdoba, pero en esta ocasión para ayudar a sus tías con los dos hombres. Cuando su hermano el segundo se fue a la mili y el mayor se casó, toda la familia se mudó definitivamente a Córdoba -ella tendría unos 16 ó 17 años.

A pesar de esa carga que le encomendaron, Guadalupe fue una niña muy feliz, con las dificultades de la época pero con todas las necesidades cubiertas. Recuerda unos Reyes en los que su madre le cosió una muñeca de trapo con sus pelos rubios y coloretes pintados. Otras veces tocaban unos calcetines o algo para el colegio: una cartera, por ejemplo. Ése mismo año de la muñeca, le echaron a su hermano el segundo un caballo de cartón. El chiquillo fue a darle agua con una cubeta y se le cayó la cabeza. Al caballo de cartón, claro. Lloraba como una magdalena.

En Semana Santa tenían dos puntos estratégicos. Por un lado, la casa de la calle llana donde su tía soltera era ama de llaves para unos señores, allí veían pasar todos los santos porque era la calle oficial. Sacaban las sillas y comían pipas o a lo mejor su madre decía “Josefina, tú prepara de comer que yo llevo también algo”: ensaladilla, tortilla de patatas, bocadillos... El otro punto era el convento de las Dominicas, monjas de clausura, porque su tía Presenta era la portera y las monjas les preparaban dulces recién horneados a ellos y a sus cinco o seis primos. A los niños los dejaban entrar a los patios. Agarraban entre todos bien fuerte una palmera que tenían allí plantada y la zarandeaban hasta que no se veía el suelo, cubierto de dátiles.

Pero la fiesta que tiene clavadita en el corazón como una espina es la de carnaval. Un año se compró un conjunto verde manzana -de jersey y rebeca que “me encantan”- con el dinero que consiguió de bordar velos. Se lo compró con su trabajo así que eso le subió mucho la autoestima, iba loquita con su conjunto. Hasta que los papelillos de colores que habían lanzado a la calle se mezclaron con la lluvia, que comenzó a caer. Aquello empezó a despintar y le mancharon el conjunto, “no lloraba yo nada”. Su madre, sin embargo, no se apuró: lo pintó en verde oscuro y listo, otro conjunto nuevo.

Por ser la chica de la casa la tenían muy mimada, hasta que llegaron los pequeños y entonces le tocó a ella mimar. Puede decirse que su infancia fue una infancia muy feliz, dentro de que pasaban muy mala época, la de la posguerra.

Aquella unión en la familia no la ha vuelto a ver Guadalupe en otras casas, puede que fuese la clave de su felicidad y la de los suyos, y la relación de amor tan grande que hoy día le une a sus hijos. Yo los veo, creedme que los veo, ella con el conjunto verde manzana y un collar de perlas, paseando por la calle llana, la más larga y la única llana.

 

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