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Érase una vez Adamuz...

Alejandra Vanessa

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Érase una vez un pequeño pueblo, que pronto se convertiría en una gran localidad. Se llamaba Adamuz. La tenacidad de sus conciudadanos, su buen hacer y el calor con el que convivían hicieron de Adamuz un lugar próspero y acogedor, al que uno siempre desea regresar.

Había allí una familia muy humilde que se apellidaba León de primero y Ruiz de segundo. La formaban padre, madre y cuatro hermosas hijas, que se llevaban cinco y cuatro años entre sí, y trabajaban duramente en el campo. Nunca les faltó qué comer.

Las niñas asistían a la escuela y se aplicaban todo lo que el oficio les permitía. Aunque pobres, fueron muy felices hasta que un terrible suceso dejó un vacío del que jamás conseguirían recuperarse. “Los recuerdos feos que tenemos no se pueden olvidar pero bueno, eso queda ahí”, se lamenta más de sesenta años después Carmen, la segunda.

Perdieron a su padre en circunstancias poco agradables. Su madre quedó viuda, joven y con cuatro bocas que alimentar: la mayor de diecinueve, catorce la siguiente, diez tenía Carmen y cinco Paca, la pequeña.

Aunque vivían en la misma casa, Carmen quedó al cargo de su tía. Aquél suceso, sin embargo, la acercaría a descubrir lo que ha sido su gran pasión: la costura. Aprendió  con un sastre amigo de su tía, y dio su primera puntada con tan sólo once años. Y a partir de ahí todo eran hilos, agujas y dedales. “Hermana, ¿te coso un botón?”, preguntaba impaciente. “Carmen, no tengo ningún botón suelto”, le respondían. “Pues lo descoso primero y lo coso después”, insistía. Y si no cosía, así estaba todo el tiempo.

Más tarde una maestra le mostró todos los secretos del oficio. Ésta tenía su casa de coser pero tanta costura le llegaba que ya no daba a vasto, y tuvo que traerse a Carmen y otras muchachas para coser en las casas. Con ella estuvo cinco años: marcar, cortar, hilvanar, coser, repasar...

¡Y agárrate en las vísperas de fiesta! Trajes nuevos para unos y arreglos para otros. Puntadas de día y puntadas de noche.“Que si os vais a vuestra casa a comer, entre el ir y el venir, no nos da tiempo a terminar lo de la Genara”, les decía a las ayudantes la maestra. “Que si os vais hoy a dormir a vuestra casa, entre el ir y el venir, no nos da tiempo a terminar lo de Don Emilio”, les repetía.

De modo que a sus setenta y tantos años, Carmen está al revés si por lo menos no pega un botón en todo el día o coge un bajo o zurce un calcetín.

Después tocó abandonar el pueblo y trasladarse temporalmente a Málaga, al Arroyo de la Miel, y definitivamente, hará ya unos cuarenta años, a Córdoba. ¿Y qué le esperaba a Carmen en la ciudad? “En el pueblo ganábamos para comer, en Málaga trabajábamos para comer y aquí trabajamos para comer”.

En Córdoba ha vivido algunos de sus mejores años. Muy unida a su hermana Paca, se las ingeniaron para vivir la una en el “bajo a” y la otra en el “bajo b”. Pero la compañía del pueblo la han echado de menos entonces, ahora y siempre. Las puertas abiertas “¡Vecina, qué haces!”, “¡Vecina qué tienes!”, “¡Vecina, qué cantas!”. El cariño y la amistad del pueblo.

Carmen mira pensativa su máquina de coser, cierra los ojos. Aparecen sus hermanas y las niñas de la calle. Es el día del Señor y amanece despejado. Por la mañana todas corretean como locas en busca de flores y más cosas, para montar altares por todo el pueblo: altares al Señor. Luego sacan colchas, decoran las puertas con las flores recogidas y rezan. Apenas perceptible, un susurro, casi un pensamiento “Lo divertido que... y lo recuerdas con alegría... era algo tan grande para nosotras...”, Carmen.

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