Hay quien tiene que aprender a vivir con los pies demasiado grandes o la nariz exageradamente puntiaguda o unos ojos minúsculamente dibujados en su rostro. Yo hace años que acepté mi patológica propensión a espiar a la gente, a meterme en sus conversaciones, a observarla, a escuchar atenta la sabiduría de la calle. Al principio ocultaba mi defecto de la misma forma que mi vecino del tercero usa zapatos de vestir que disimulen su talla 48 de pie; o mi seño Doña Matilde usaba gafas de aumento para hacer crecer su mirada. Llegué incluso a crear un seudónimo bajo el que esconderme. Me hice llamar Mujer Cero. Con la edad, claro, he aprendido a disfrutar de esta tara que arrastro desde la infancia. En Cordópolis he salido del armario y he decidido profesionalizar mi propensión al espionaje, convirtiéndome en la Agente Lázaro, una cotilla en la city. Si nos cruzamos por la calle, disimulen, les estaré observando.
Los peos que te tiras
Desde 1944 hasta su muerte en 2004, Tomás no se fue a dormir una sola noche en casa sin besar a Rosa y susurrarle que la quería. Así vivieron sesenta años juntos, con gestos sencillos que aliñaron sus días para endulzarlos. Pero la vida en pareja no es un merengue de besos y “te quieros”. A veces huele mal. Y son esos mismos protagonistas los responsables del olor. Lo provocan con sus pedos.
James Joyce escribía cartas a su amante, más tarde su esposa, bien subiditas de tono en las que elogiaba sus pedos. Claro que si fue capaz de imaginar una historia como la de Ulysses tampoco puede extrañar que pudiera describir con tanto gusto las flatulencias de la escritora Nora Barnacle.
*Que los puristas me disculpen, pero nunca fui capaz de valorar la aventura de Leopold Bloom.
“Ojalá pudiera oír a tus labios murmurando esas poderosamente excitantes palabras obscenas, ver tu boca haciendo ruidos y sonidos lascivos, sentir tu cuerpo agitándose debajo de mí, oír y oler los gruesos sucios pedos de muchacha ir pop pop fuera de tu hermoso culo de muchacha desnuda” (James Joyce, 9 de diciembre de 1909).
Para tener tan cerca la Navidad, Joyce tenía una mente bien sucia. Tampoco nos engañemos, la vida en pareja no es merengue, pero tampoco un lodazal. Los gestos de cariño pueden convivir perfectamente con los pedos. Lo verifiqué hace unos días en una conversación con un grupo de amigas. Les sorprendería la de asuntos dispares que caben en una cena de mujeres reunidas en una noche de verano. Lo mismo analizas la actualidad política del país que escuchas a una de tus amigas hablar con todo lujo de detalles sobre la aportación de José Garnelo a la vanguardia o discutes sobre la permanencia del tinte.
El caso es que resulta que las mujeres también se tiran pedos y, lo más sorprendente, los comparten con sus parejas. Sandra cree tener el récord mundial. Ocurrió el día del parto. Entre contracción y contracción, la ventosidad fue de tal calibre que a Juan le dio un ataque de risa al pensar que su hija iba a salir a propulsión. Años después, Sandra cuenta la anécdota entre carcajadas.
En momentos menos tensos que un parto, Paula no ha dejado de peerse delante de su pareja desde que decidieron vivir juntos. Y Claudia vacila de Premio Nobel por mantener la puerta abierta mientras utiliza el baño. Elisa eleva el nivel: desde que se separó no se aguanta un peo, claro que ahora no los comparte en pareja, cosa que no hizo nunca; ahora los cruza en el silencio de la noche con su vecino Alfonso a través del delgado muro que separa sus casas.
Tomás y Rosa compartieron besos y noches durante seis décadas. Los vi hacerlo mil veces. En todo ese tiempo, mis abuelos debieron compartir millones de peos, pero tenemos tendencia a idealizar la vida en pareja, emponzoñándola de merengue y despreciando la confianza de mirar “los peos que te tiras”.
Sobre este blog
Hay quien tiene que aprender a vivir con los pies demasiado grandes o la nariz exageradamente puntiaguda o unos ojos minúsculamente dibujados en su rostro. Yo hace años que acepté mi patológica propensión a espiar a la gente, a meterme en sus conversaciones, a observarla, a escuchar atenta la sabiduría de la calle. Al principio ocultaba mi defecto de la misma forma que mi vecino del tercero usa zapatos de vestir que disimulen su talla 48 de pie; o mi seño Doña Matilde usaba gafas de aumento para hacer crecer su mirada. Llegué incluso a crear un seudónimo bajo el que esconderme. Me hice llamar Mujer Cero. Con la edad, claro, he aprendido a disfrutar de esta tara que arrastro desde la infancia. En Cordópolis he salido del armario y he decidido profesionalizar mi propensión al espionaje, convirtiéndome en la Agente Lázaro, una cotilla en la city. Si nos cruzamos por la calle, disimulen, les estaré observando.
0