Tan monjes y tan humanos
Existen profesiones en la vida que te inspiran tanta antipatía que tampoco deseas ver el tratamiento que le ofrecen las ficciones. Esa alergia puede ser caprichosa o puede estar propiciada por el conocimiento real que te ha procurado tu experiencia con los practicantes de esos oficios. Existen excepciones. En mi caso, no habiendo tratado a gánsteres con pistola (a los otros sí, todos ellos legalizados, con notable proyección social y economía saneada) ni sintiéndome capaz de desvalijar bancos, siento debilidad por el género que ellos protagonizan.
Pero, de entrada, no me apetece ver retratos de gente ataviada con sotanas, incluidos los alegatos que con razón denuncian su familiaridad con la doble moral y sus casi siempre impunes infamias. Sin embargo, y no me preguntes por qué, querido lector, no tengo prejuicios contra las películas de monjes. Ya sé que también son curas, pero parece que van de otro rollo. No moví el párpado en las tres horas de duración del extraordinario documental sobre los cartujos El gran silencio. Y me fascinó, cómo no, la atmósfera del convento medieval que recreó Jean-Jacques Annaud en El nombre de la rosa, además de permitirme ver al gran Connery en la piel de Guillermo de Baskerville.
De dioses y hombres está protagonizada por monjes que trágicamente no pertenecen a la ficción. Eran franceses y vivieron en Argelia intentando estar en paz consigo mismos y con el mundo. Poseyendo poco o casi nada, ayudaban en todo lo que podían, material y espiritualmente, a la comunidad rural que rodeaba su convento. Sin ánimo de convertir a la gente, por solidaridad, siendo fieles al espíritu de su religión. Fueron secuestrados en 1996. Se los cargaron. No está absolutamente clara la identidad de sus asesinos, aunque todo apunta a que fue el GIA. En cualquier caso, estos personajes ejemplares fueron exterminados por la barbarie fundamentalista y por el odio ciego al extranjero que practican los ortodoxos salvapatrias en todos los rincones del mundo.
El director, Xavier Beauvois, cuenta admirablemente, con penetración psicológica y sencillez narrativa, la modélica relación de estos monjes católicos con su entorno musulmán, el mosqueo al intuir que podían estar en el punto de mira de los talibanes, la negación a aceptar el martirio, su muy humano miedo a quedarse en Argelia y la sensación de que estarían traicionando sus principios si huyesen a Francia, sus contradicciones y su coraje, sus ganas de vivir y la sospecha de que se está acercando el horror y, sobre todo, el profundo sentido de la democracia que demostraron tener a la hora de tomar decisiones.
Beauvois no hace trampas en esta fábula moral, no fuerza el sentimentalismo, nos hace entender profundamente la complejidad emocional y las dudas de este grupo amenazado por una situación límite, su espiritualidad y sus necesidades terrenales. Todo resulta creíble, aturdido y confuso, incluido su reparto, en el que, como siempre, vuelve a deslumbrar el anciano Michael Lonsdale, uno de los mejores actores que ha dado el cine. Y sales conmovido con la historia de estos religiosos.
Palabra de agnóstico.
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