Leyenda
Al igual que sucede con Centauros del desierto, las imágenes de Sin perdón no sólo hunden sus raíces en la historia del western, sino también en alguno de los mitos fundadores de la nación estadounidense. Sus fuentes germinales están en la evolución que conduce desde Raíces profundas hasta El jinete pálido, pero tanto la historia que nos cuenta el filme como el sentido profundo de su dramaturgia beben del mito y de la Historia, del imaginario configurado por la épica legendaria y los cimientos sociales que lo sostienen.
Sin perdón, este western sombrío, lluvioso, jazzístico y crepuscular surge cuando hacía más de diez años que el género había desaparecido como tal (definitivamente apuntillado con el fracaso de La puerta del cielo, en 1980), cuando habían pasado más de veinte desde que Peckinpah filmara la liturgia agónica de la leyenda (Pat Garret y Billy The Kid) y casi treinta después de que Ford nos instruyera acerca de la diferencia entre los hechos y la leyenda en el “viejo oeste” (El hombre que mató a Liberty Valance). Agotada y desmontada la mitología, certificada incluso la imposibilidad de la revisión historicista, ¿qué camino quedaba entonces, a comienzos de los 90, para un western que no fuera una mera reedición mimética de los viejos moldes (Silverado), o que no se contentara con vacíos ejercicios de mala conciencia (Bailando con lobos)? Probablemente, ningún otro que fuera muy diferente a esta indagación otoñal, desencantada y de tintes casi fantasmagóricos, en el sentido de la violencia dentro de la experiencia histórica americana. Por esa razón, la publicación de la leyenda no sirve para sustentar el fundamento de instituciones civilizatorias, como haría John Ford, sino tan sólo para el escarnio de autoridades corruptas que tratan, a su vez, de forjarse la suya propia o para provocar el desdén del propio sujeto del mito, del héroe que arrastra el pesado fardo de un pretérito legendario sobre los hombros cuando en realidad no es más que un hombre cualquiera derrotado en su interior. Entre el justiciero y el asesino ya solo media una tenue y ambigua frontera que se puede traspasar en cualquier momento bajo la advocación de la bandera americana, iluminada de improviso por un fulgurante relámpago tras la consumación de una venganza reparadora y telúrica.
Por eso también el héroe de este relato que se revuelve contra la maldición recurrente que parece llevar consigo el ejercicio de la violencia ya no es una figura anacrónica y fuera de su tiempo (como Billy el Niño en la película de Peckinpah), sino un personaje trágico que no se puede escapar ni de sí mismo ni de su propia leyenda. La violencia engendra violencia, y sobre ésta se sostiene el imaginario mitológico de la nación. Por eso mismo, a su vez, este fructífero mestizaje de clasicismo y modernidad ya no propone fábulas que se proyectan hacia el futuro, ni tampoco baladas melancólicas para la recuperación desmitificadora de los viejos héroes, sino leyendas que se consumen en sí mismas y que se desmoronan frente a la realidad humana de un pistolero viejo y taciturno acosado por las deudas, viudo y padre de dos hijos, incapaz de subirse a un caballo ni de acertar con su revólver a un bote cercano. Leyendas que se estrellan también, pese a la voluntad de su muñidor, contra la realidad de un decadente dandy inglés en un viaje hacia ninguna parte o frente a la crueldad arbitraria de un violento sheriff.
Por todo, las imágenes resonantes de Sin perdón vienen a desmontar implacablemente toda la mitología del oeste cinematográfico y desvelan la irreparable ruptura del vínculo entre la Historia y su interpretación, entre la realidad y el mito, descubierto éste en su más vulnerable, derrotada, oscura y contradictoria humanidad. La peripecia del héroe (sobre la que reverbera el eco del inconsciente colectivo de un país entero) se convierte así en la historia de una culpabilidad general, y la narración fílmica que la sostiene deviene en una metáfora lúcida y despiadada sobre los orígenes de una nación que se levanta sobre casas que nunca terminan de construirse (la de Little Bill Daggett), sobre héroes que no son tales (William Munny), sobre mujeres humilladas y maltratadas (Delilah Fitzgerald), sobre deseados e imposibles refugios familiares (Ned Logan), sobre miradas que buscan modelos imaginarios o equivocados (la de Schofield Kid) y, más que nada, sobre relatos que edifican leyendas falsas y mitológicas (los de W. W. Beauchamp).
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