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El inimitable Holmes

MADERO CUBERO

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Hay lecturas de adolescencia cuyo recuerdo es tan grato, asociadas al placer del descubrimiento, refugio impagable contra las desventuras del mundo y mordiscos de la soledad y de los males de amor, a las que es preferible no volver por si aparece la temible decepción. Sin embargo, hace pocos meses afronté esa posibilidad releyendo todas las aventuras de Sherlock Holmes en una edición primorosa, agrupadas en dos tomos, prologadas y anotadas con tanto conocimiento como amor. Constaté para mi infinita tranquilidad y gozo que el clima, el misterio y el encanto permanecían intactos. Tal vez uno haya cambiado para bien, para regular o para mal, pero esa escritura me provocó idéntico gozo que la primera vez que la abordé.

Y, por supuesto, te provoca recelo cualquier recreación de ese personaje con el que has alcanzado tan alto punto de intimidad. En literatura, recuerdo con especial gratitud el nada disparatado encuentro entre Holmes y Freud que imaginó Nicholas Meyer en Elemental, doctor Freud. En cine, Billy Wilder logró el mayor fracaso de su carrera imaginando algo tan improbable como a un Holmes enamorado y traicionado, acompañada su tragedia por los violines gimientes y profundos de Miklos Rosza en la extraña, agria, lírica y personal La vida privada de Sherlock Holmes.

En consecuencia, me echo a temblar antes de ver con notable retraso el primer episodio de la serie Sherlock que visioné hace bien poco en compañía de la horrorizada y maravillosa mujer que pacientemente soporta mis habituales gruñidos y refunfuños. Holmes y Watson han sido trasladados desde su época inequívocamente victoriana al Londres actual. El mosqueo se me pasa rápido. Sus creadores han buceado con inteligencia y respeto en las personalidades que imaginó Conan Doyle. Los diálogos son brillantes, la trama también. Watson es un médico militar herido en la guerra de Afganistán que se atreve a preguntarle al deductivo y antisentimental Holmes (“Recuerda, Watson, que soy esencialmente un cerebro; el resto del cuerpo es un mero apéndice”) algo tan osado como “¿Tiene usted novia o novio?”. Holmes intenta combatir el aburrimiento con parches de nicotina en una ciudad que ha crucificado al tabaco.

Por lo que he visto, no hay noticias de que se inyecte cocaína al 7% en una disolución acuosa, pero sospecho que todo se andará, porque el inspector Lestrade amenaza con un registro de drogas en el 221B de Baker Street. Tampoco han aparecido la niebla y la lluvia. Pero sí un asesino en serie que consigue que sus víctimas se suiciden. La cosa promete. Holmes es inmortal.

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