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¿Quién engañó a Roger Rabbit?

MADERO CUBERO

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Hay que hilar muy fino para hablar de diez minutos de auténtico placer sin caer con ello en los terrenos de la impertinencia. Tiempo y placer, algo que desbroza el ser humano desde que tenía pelo en la espalda y que una palabra que se conoce como “Spielberg” lo resume de la manera más natural. En la no excesivamente larga lista de cosas que en diez minutos pueden hacerlo a uno feliz hay que incluir sin ninguna duda, sin complejos ni picardías, los comienzos de todas las películas en las que aparece la palabra “Spielberg”.

Anoche volví a ver la maravillosa ¿Quién engañó a Roger Rabbit?. La dirigió un hombre magistralmente inteligente y con una ambición desmesurada que hace mucho no se traduce en aquel antiguo placer por filmar que tantas veces me enamoró llamado Robert Zemeckis. La financió, como no, el dueño de la lámpara maravillosa, Steven Spielberg, y, por supuesto, el comienzo es un fin: nada más terminar la primera escena uno tiene ya la boca tan abierta que se traga sin problemas el palo mayor de La Pinta, La Niña y La Santamaría. 

Un dibujo animado se supone que es algo que se mira con un bocadillo entre las manos, que te hacer reír y enseñar los dientes manchados de crema de chocolate con avellanas. Ni se sale de la pantalla, ni se ve por la calle, ni tiene más vida que la que le procuran los ojos abiertos de un asombrado niño. Pues a los diez minutos de estar sentados ante ¿Quién engañó a Roger Rabbit? un dibujo animado es algo que existe (si es necesario, lo juras), que convive con los humanos y que habita en una ciudad llamada Toontown, situada en los alrededores de Los Ángeles, que es donde esos seres trabajan como protagonistas de las películas que rueda un tipo llamado Disney.

Tragado lo intragable, se empieza a ver con naturalidad que el conejo Roger, casado con la espectacular Jessica (la línea de Rita Hayworth y la voz de Kathleen Turner) contrate al detective Eddie Valiant (qué grande, Bob Hoskins) para que averigüe si su animada esposa le engaña con un célebre productor de Hollywood. Esto es, como en el mejor cine negro, una perfecta excusa para hacer una radiografía social que en este caso pertenece al improbable mundo de los Toons en su extraña convivencia en una esquina de la ciudad del cine.

Lo fantástico de la película no es que el espectador crea a pies juntillas una pamema de tal calibre, o que se mire con los mismos ojos al dibujo y al actor (¿quién es mejor intérprete, Roger Rabbit o Bob Hoskins?), sino que esa mezcla imposible se pueda lograr aunque sea en esa máquina de mentir que es una pantalla de cine; que, en definitiva, resulte tan real la carne como la línea. Se utilizó para ello una complicadísima técnica (estamos en 1988) que consistió en filmar a los actores sin dibujo, a los dibujos sin actores, meter todo eso en una coctelera y que saliera de ella un licor que te sumerge sin remisión en un increíble sueño del que no deseas salir.

¿Quién engañó a Roger Rabbit? es una auténtica pirueta, es untar el pan con el chocolate líquido, meter el barco entero en la botella, un pie a cada lado del espejo, es poner las íes sobre los puntos, estirar el hielo o perder un imperdible. Se entra en ese mundo imposible con dificultad, por una rendija mínima y, como Alicia, agarrado a las orejas del conejo. Pero una vez allí, en la película, no hay manera de salir. Si el principio era un fin (enguarrarte los dedos de crema de chocolate y avellanas), el final es un pérfido sobresalto, porque eras un sonámbulo y algún desaprensivo ha encendido las luces de esa habitación que ya habías olvidado y te señala sin pérdida la puerta hacia la calle. Una vez allí, recuerdas el dibujo de un conejo que le vino a decir al cine: “¿Qué hay de nuevo, viejo?”.

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