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Yacer en el Mediterráneo

Miguel Ángel López

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Llegaban al encuentro gentes de casi todos los lugares, aspecto, especie y condición. El Café-Bar Mediterráneo era una suerte de colmena incesante capaz de absorber todos sus recursos en una sola velada. Sus responsables se esmeraban cada día para que todas sus noches fueran únicas y exclusivas. Abastecían el establecimiento con licores afrodisíacos, importaban manjares que hacían traer directamente desde las Antípodas, contrataban a los muchachos más habilidosos de los mejores circos y a señoritas de tez tostada nunca antes vistas por allí. Ante tal exuberancia y tras varias noches de fiesta, la prensa denominó “gatsbyterianos” a sus invitados, algo que no debió gustar mucho a sus dueños, no tanto por el símil del apodo sino por la lujuria que representaba. Lejos de pasar inadvertido, el fenómeno Mediterráneo —como toda ostentación— se extendió. Sembró cátedra en el desenfreno sofisticado y de un verano para otro emergieron multitud de cafés en otros lugares que promulgaban el mismo credo suntuoso.

Fue el principio del fin para el Café-Bar. La demanda de libertinaje exquisito disminuyó y el Mediterráneo tuvo que abrir sus puertas a una masa menos refinada pero con el mismo hambre de juerga. El local no tuvo conocimiento de su aforo hasta que un día lo reventó. Los víveres no alcanzaban y lo jefes tuvieron que explotar todo el patrimonio de la zona para poder emborrachar al personal. Tal vez lograran recuperar la fama durante unos años, pero ciertamente solo fue un breve espejismo antes de la decadencia. Hoy apenas quedan vestigios de lo que fue un paraíso mundano. El Mediterráneo sigue existiendo a duras penas, arrastrándose sediento en busca de una fuente que lo revitalice. Nunca la encontrará.

Ahora uno entra al bar y apenas puede distinguirlo de un vertedero. La basura se apila en la entrada porque el patio trasero se usa como chatarrería. El polvo se asienta en los estantes dejando los islotes nítidos de las botellas. Nada más acceder, a la izquierda, una larga hilera de rufianes fatuos beben tequila en la barra y miran descaradamente a las pocas chicas que se mueven en la pista de baile. De vez en cuando uno se aproxima, alardea un poco y se vuelve. Y así toda la noche hasta que finalmente se frustran. Otros tantos individuos, en silencio, lo contemplan todo desde la parte baja del Mediterráneo. Recostados enigmáticamente en los sofás, fuman opiáceos arábigos y de tanto en tanto sueltan una risilla de conmiseración. Pero lo más extraño del lugar es la sala de juegos, a la derecha de la pista de baile. Siempre hay dos hombres enjutos jugando al billar. Llevan el sombrero muy calado y beben todo el rato a sorbos pausados. Se mueven alrededor del tapiz latina y lentamente. Ninguno quiere meter la bola negra. Se miran, se desafían y se engañan con vanas palabras. Pareciera que el juego va más allá del naufragio de la negra. Todo es tan inverosímil en los lugares decadentes…

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