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Vivir en un patio andaluz

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Miguel Ángel López

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Es casi como me lo imaginaba. No hay infancia ni un limonero maduro, más sigue siendo un patio de Sevilla. Sin el blanco refulgente de los cordobeses y sin sus mil y una variedades de flores, pero con vecinos variopintos. Todas las ventanas dan al patio, y mi bajo es el que más tiene, así que poseo la misma transparencia contemplativa que el espejo de una sala interrogatoria, con la salvedad de que los observados también me ven a mí. Sufrimos un allanamiento de morada recíproco y disimulado, casi consentido, como los de Génova. Probablemente yo salga perdiendo porque mis descuidos son frecuentes y me gusta que entre la luz. Lo que ellos no saben es que su intimidad termina donde empieza este artículo.

El edificio, si no me lo invento mal, es de 1932. Y se nota: las vigas son de madera mohosa y el revestimiento de cerámica agrietada. A pesar del costumbrismo patente en las losas cartujas, sus huéspedes son extraños personajes coloniales. La señora del primero A es Miss Maudie, y ciertamente que parece extraída de la novela de Harper Lee. A la señora Maudie le resbala que no se pueda utilizar la escalera modernista de caracol que preside el patio. Sube a hacer la colada sin preocuparse en absoluto por las señales que advierten de una muerte inminente. La escalera es tan endeble como su ánimo al subir, aunque tan resistente como su cansancio al bajar. Parece desoír el estertor de los peldaños y no le preocupa el crujir herrumbroso de los barrotes. Es la única que nunca mira de reojo hacia mi salón, debe estar hasta el coño de que vengan y vayan forasteros.

Los franceses del bajo A son dos cincuentones canosos que van y vienen por temporadas, migrando siempre en busca del buen clima. Por razones obvias, no mantengo conversaciones elocuentes con ellos. A lo más, me saludan con la gentileza de su estirpe gala y yo les digo bonjour para complacerlos. Se ríen de mí los cabrones. Anteayer debieron pensar que estaba loco. Percibí cómo en sus ojos emergía una señal de alarma. Se miraron sin articular ningún vocablo gangoso, pero supe perfectamente que pensaron «ce mec est fou» (este chico está loco). Desde entonces no abren sus ventanas. Lo único que hice fue presentarme como Humbert Lambert, nombre y apellido franceses con los que a veces me gustar firmar ciertas cosas… En fin, no son los primeros.

El otro bajo lo ocupa un modisto o un sastre cuya puerta de entrada da a la ventana de mi baño. Tiene el negocio bien montado porque el pintoresquismo del patio le otorga a la tienda ese aire vintage que tanto éxito tiene —paradójicamente— en la moda actual. Tiene un maniquí fantasmal en la puerta, sin vestir y mirando hacia mi baño. Comprenderán ustedes lo embarazoso de la situación cuando uno descuida cerrar la ventana y sale de la ducha despreocupado, como Pedro por su Moncloa. Al ser un poco miope y olvidadizo, hasta que mi cerebro deja de chispear, siento el mismo escalofrío repentino que cuando te pillan mangando chicles Bubbaloo. «Joder, solo es un puto maniquí». [Nunca me han pillado hurtando chicles Bubbaloo porque nunca lo he intentado, pero me pareció que sonaba rollo urban-trash, que tampoco sé exactamente lo que es pero es la nueva corriente intelectual de los intelectuales millennials].

El servicio de la limpieza de las zonas comunitarias viene día sí y día no. Y, además, exageradamente temprano. Mi bajo, al ser el más expuesto, también es el menos tranquilo. Tengo que pasarme las dos horas que dura la limpieza desplazándome estratégicamente por la pieza, con tal de que la señora Paca acceda a mi intimidad tanto menos que yo mismo. Si la señora Paca está haciendo el zaguán, debo ponerme del lado derecho de la cama para que no me vea la caraja dormida. Si hace el ala derecha del patio, el salón queda vetado. En cualquier caso, la señora Paca a menudo es lo mejor de mis mañanas frente al teclado.

Se pasa las dos horas charlando por el móvil y de verdad que tiene expresiones de señora Paca. El otro día estaba hasta el coño porque tenía que doblarle el turno a una compañera que a su vez se había doblado la muñeca. Según Paca, este finde es la boda de su hijo. Todo muy pop. “¡Que casualidad!”, decía. “Hay que ver que cara más dura tiene la gente”, se indignaba. “Y una aquí sin dar tregua”. Si descartamos el hecho de hablar por teléfono como acto de descanso, la señora Paca tiene toda la razón del patio.

Justo antes de escribir este último párrafo, cuyo cierre no versaba como versa, se ha acercado a la ventana de mi escritorio uno de los franceses. Venía un poco excitado, haciendo ademanes muy resolutivos mientras señalaba con el dedo el libro que mostraba en la otra mano. Era un ejemplar de ‘Lolita’. Resulta que ya han entendido lo de Humbert Lambert… En fin, son los únicos. Se ha marchado rápidamente y ha vuelto a abrir todas sus ventanas. Putos gabachos, lo saben todo.

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