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Tertulia de jubilados

Miguel Ángel López

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Los miércoles a la una la emisora del pueblo ofrece una deliciosa tertulia de jubilados a sus oyentes. Es lo mejor de la programación. Si una de las máximas premisas de cualquier medio es ceñirse a su línea editorial (si es que la tiene), la tertulia de jubilados de la cadena SER Palma es el espacio más fidedigno a la esencia popular de la radiofonía local: ser la voz del pueblo. Nunca logro diferenciar las voces, pero intuyo que participan tres señores y la conductora. La tertulia toma su cariz más puro cómo subgénero periodístico de opinión porque sencillamente solo se ciñe al rigor comunicativo de la naturalidad. Se tercian los asuntos a tratar sobre la marcha y la conductora lo hace francamente bien al permanecer callada la mayor parte del tiempo.

Los temas pueden ser bastantes recurrentes, pero no por ello menos interesantes. Casi siempre hay uno que toma la voz cantante, y suele ser el más preocupado por el orden, la convivencia entre los vecinos y la limpieza. Otro siempre ofrece un detallado censo de la localidad al referirse por nombre y apellidos a los partícipes de las muchas historias que cuentan. Debe ser un personaje conocido, o al menos tiene pinta de dar los buenos días con bastante protocolaridad. El tercero, cuya dicción es tan indescifrable como embaucadora, vela a menudo por el pequeño negocio y el campo. Conoce muy bien todos los bares y presume —no es para menos— de ello. El anecdotario es incalculable y el uso del refranero meridianamente admirable. El pasado miércoles hablaron sobre la necesidad de una buena gestión del medio ambiente en el ámbito municipal. Una de las varias medidas que proponían invitaba a los viandantes a recoger escrupulosamente la mierda de sus mascotas y, a ser posible, llevar una botellita de agua para derramar sobre el orín del perro.

Por una suerte de cavilaciones contradictorias, valoré la idea de escribir una especie de paradoja entre los tertulianos jubilados y nuestros políticos parlamentarios. Pero obviamente no encontré similitudes. Lo más que podría haber salido era una perfecta antítesis entre la sabiduría de los primeros y la necedad deliberada de los segundos. Así que opté por hablar aquí como ellos hablan, sin ningún tipo de guión pero con sus ideas bien claras; sin atisbo alguno de pretensiones personales, solo alegatos al bien común; sin una pizca de elocuencia, pero con toda la afabilidad posible; sin el egoísmo enmascarado de los ocupados, pero con el alma limpia de los hombres buenos. Los corrillos de nuestros abuelos son como los veranos en el pueblo: te recuerdan que lo imperecedero solo pasa por salir al fresco, tomarse una cerveza y charlar abiertamente con los amigos. Hacer planes de fin de semana y enterarse quién es esa chiquilla que anda engatusando a tu colega, decir adiós sin despedirse y volver a casa en chanclas. Tal vez eso sea lo único que recordemos en medio siglo.

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