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Pan y chocolate

Miguel Ángel López

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El pueblo se derrumbaba tras él. Desde las profundidades erupcionaban ruidos demenciales como de una agonía infernal que derretía la paz. Grietas repentinas hacían crujir los cimientos del pasado y taludes continentales engullían la parsimonia de las casitas de cal muerta. Como todos los de su año, Salvador Mallo cogió lo imprescindible y salió corriendo a la calle sin mirar atrás. Toda la horda de jóvenes se apresuraba instintivamente hacia la estación de ferrocarril, el único lugar que los podría salvar de todo aquel hundimiento. Estaba atardeciendo y el tren sin retorno estaba a punto de arribar. A pesar del caos que suponía la espera, sintió un ligero entusiasmo una vez comprobó la estabilidad del andén. Al volver la vista atrás supo que jamás volvería, como tampoco volvería a ser joven.

Justo en ese momento comprendió que envejecer era el único argumento de la vida; ni más ni menos que lo que su abuelo Jaime, sentado en su rebate, le intentó decir cuando cumplió catorce años y apenas recibió regalos en forma de dinero. Aun en la senilidad, le seguiría repitiendo que la muerte llama a la puerta dos veces en la vida: cuando el niño toma conciencia y cuando el viejo la pierde. Estremecido por la inquietud que provoca el avispero de la muchedumbre, trató de encontrar algún rostro conocido. Primero pensó en Fermina Daza, pero el humo ennegrecía la atmósfera y era imposible advertir su cara morena. Le faltaba el aire. El aturdimiento se impuso al desasosiego y su memoria lo trasladó hasta esa noche en la que, contra todo pronóstico, Fermina Daza mudó su compostura de niña encantadora para sonreirle sagazmente. Salvador Mallo solo recobró el sentido cuando el tren le encandiló el presentimiento con sus enormes luces de esperanza y su bramido de bestia cansada. Iba desbordado. Repleto de gente que nunca antes había visto y cuya mirada de estupefacción le recordaba a la de su madre cuando lo vio marcharse.

El tren sin retorno nunca paraba, sus pasajeros debían correr en paralelo y saltar dentro. Salvador Mallo inició una carrera que no supo si acabaría, lanzó su saco al vagón y antes de subirse oteó de soslayo la lejanía. Vio a los suyos quemarse impasiblemente. Tomó impulso, saltó y se quedó impertérrito bajo el dintel mirando las ascuas de su pasado. Antes de desmayarse recordó… El pan tostado con cuatro obleas de chocolate que la abuela preparaba para merendar… Aquellos días azules al solaz del limonero… El dolor de envejecer y dejar atrás recuerdos que el tiempo transformaría en sentimientos… La gloria de sentirse vivo a pesar de la vida y su caprichosa obstinación por llevarnos adonde nunca sabemos llegar.

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