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Estampas desde Vietnam

Miguel Ángel López

19 de septiembre de 2019 23:21 h

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Preámbulo

La necesidad de escribir esta suerte de preámbulo emana del sentimiento de impostura que alberga este articulista. En su día se me otorgó este espacio para hablar sobre series y tendencias audiovisuales del momento. Cometido que, si bien desde primera hora traté de abordar con relativa pericia y sacrificio, pronto terminó por aburrirme. Posiblemente porque la mayoría de series que me tragaba también lo hacían. Entonces, traté de camuflar lo que sí me apetecía escribir entre lo que no.

De esta forma, hablé, por ejemplo, sobre cómo los nuevos medios sociales abruman nuestra clarividencia con la excusa de opinar sobre los opinadores cuando terminó la última temporada de Juego de Tronos. Escribí sobre la urgencia con la que se impone la rutina de nuestros días cuando se estrenó la maravillosa serie documental de Chernobyl. También intenté reflexionar sobre el brusco choque que sufren aquellos valientes que tratan de romper con su vida para buscar otra cuando vi Dolor y Gloria, la última de Almodóvar. Y así, buscando pretextos, iba escribiendo lo que más o menos quería. Siempre velando por el estricto cumplimiento de mi cometido. Primero desarrollaba el argumento y luego buscaba una serie que lo complementara. Esto es, una metodología poco metódica.

El caso es que les vengo a contar toda esta ristra de solipsismos inadecuados con el propósito de legitimar el artículo que sigue más abajo. Lo pueden leer sin más, evitando este exordio que no les sirve de nada y que les debería importar una mierda. No hace mucho, uno de los responsables de este medio me dio permiso, literalmente, para saltarme el guión cuando quisiera. Algo que, por supuesto, me apetece aprovechar tanto que no sé si volveré a escribir sobre series, o siquiera si volveré a escribir aquí después de estas declaraciones. En última instancia, lo que viene a continuación no deja de ser un artículo sobre viajes dentro de un espacio sobre series. Y la semana que viene tengo intención de hacer exactamente lo mismo. El artículo se titulará, para sorpresa de propios y extraños, Estampas desde Vietnam (II).

PD: aunque resulte evidente, confirmo la autoría del viaje. Este servidor ha estado recorriendo Vietnam durante varias semanas. Experiencia de la que se podrían desprender un sinfín de consejos útiles y recomendaciones para futuros viajeros. Pero no es el caso. Lo que sigue no son más que las ocurrencias de un sedentario que se creyó nómada durante 23 días.

En cuclillas

Hanoi - 29 AGO

Uno llega a Hanoi y se siente desbordado, como rebosado por las calles soporíferas. El tema es que se trata de otra dimensión. Más reducida, si prefieren, pero también más ingente que Madrid. En este habitáculo, mientras nosotros nos contorsionamos, ellos trepan por toda la ciudad y aún les da tiempo de sentarse en taburetes de juguete y poner los pies, con sobradez, sobre una mesa igual de minúscula. Otros se sientan sobre sus propios tobillos y asumen su flexible ergodinámica en cuclillas, sin levantar el talón de la superficie. Pruébenlo, es una figura imposible.

A ras del suelo, con los pies en tierra y las inquietudes aterrizadas, se debe sentir mejor el paso del tiempo. Por eso corren todo el rato. Hasta que paran, vuelven a sentarse en cuclillas o ponen los pies encima de la mesa. Y miran con indiferencia contemplativa a los viajeros, como si ya hubieran encontrado lo que nosotros andamos buscando.

La fogata

Hoi An - 30 AGO

Desde el balcón del hotel, como emergiendo de la imposibilidad, arde una fogata controlada por varias chapas. Naturalmente, es improvisada, pero indica algo que de momento nos es ignoto. Mañana preguntaremos a la recepcionista. Solo vemos cómo el padre de una familia quema un montón de billetes. Está diluviando por segunda noche consecutiva pero la llama sigue crepitando con desparpajo. Apenas escoltada por la frondosa y urbana vegetación, la fogata parece una perfecta alegoría de Vietnam.

Toque de queda

Hoi An - 31 AGO

Ya se ha apagado todo el bullicio y caminamos por el silencio penumbroso del Old Town. A medida que se van desvaneciendo los incontables farolillos chinos, el color de Hoi An toma un brillo anaranjado que el relente de medianoche convierte en almíbar. Las alcantarillas lo van asimilando como pueden. De repente, una música occidental interrumpe el toque de queda. Solo las ratas y los turistas arrebatan, momentáneamente, la imposible soberanía de estas calles viejas. Dentro de cuatro horas se abrirán todas las puertas, saldrán los tenderetes de sedas y los de antigüedades orientales y los de cuadros pintorescos y los de souvenirs y los de comida callejera. Espantaran el hambre de las ratas y nuestro rastro. Seguirá lloviendo y un multicolor desbordará de vida el puente del río Thu Bon (que Google curiosamente traduce como “tanque de recogida”). Una rutina —la de encender y apagar los colores– interrumpida únicamente por el ir y venir de transeúntes maravillados.

Bálsamo de tigre

Tam Coc - 2 SEP

Una leyenda milenaria cuenta que este bálsamo cura cualquier mal. Solo es una leyenda, como Hoi An, pero su aroma le otorga cierta credibilidad al cuento. Huele igual que el aliento de un tigre después de mascar menta. Fino y voraz; exótico y peligroso. Si te acercas demasiado al frasco que lo conserva, una fragancia mortal te atraviesa el pecho. Pero si lo olfateas respetuosamente, el tigre te cuenta su propia leyenda.

Hace seis siglos, en mitad de una legítima batalla contra los chinos por defender su propia tierra, los vietnamitas —que eran menos— estaban a punto de ser vencidos. La inmersión imperial había conseguido entrar fácilmente por las montañas del noroeste y estaban a punto de hacerse con el valle de Ninh Binh, en el centro del norte. Todo parecía depender de esa batalla en mitad de la jungla monzónica, sin caballos, pero con tigres. La derrota era inminente hasta que apareció un tigre vietnamita gigante. Mató a ocho chinos de un zarpazo y a otros tanto los devoró de un solo mordisco. Fustigó a siete con el rabo mientras fulminaba a cinco con la zarpa. Pero fue insuficiente. De repente, el tigre se lamentó inesperadamente con un rugido estremecedor y cayó abatido en la frondosidad. Tres chinos habían reptado hasta su vientre y lo habían rajado. En ese momento, los vietnamitas ensartaron por la espalda a los tigricidas y se agazaparon en el vientre de la fiera. Lamieron su sangre derramada y una fuerza bestial, regada por el miedo, les brotó de las arterias. Acabaron con el Imperio Chino en cuestión de tres noches.

Hoy el bálsamo de tigre se usa como loción antimosquitos.

Solo al alcance de mortales

Ninh Binh - 3 SEP

Han pasado ya más de seis siglos desde que la paradoja del azar obró su capricho en Ninh Binh. Para subir hasta este altar natural es necesario imponerse -con rigor y constancia budista- a 7.663 escalones vertiginosos. El mismo número de norvietnamitas que murió defendiendo este valle del dios Dragón chino. El asedio duró décadas, lo suficiente para que los tozudos aldeanos pudieran horadar la escalera celestial. Sesenta años después del primer descenso del dios Dragón, los guerreros vietnamitas más ágiles subieron al pico y lo mataron con afilados discos de diamantes. El fuego derramado del Dios erosionó la piedra caliza dejando la orografía accidentada que hoy se contempla: una fortaleza natural imposible de driblar para los dioses chinos. Solo al alcance de mortales.

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