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El alma de los invisibles (I)

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Miguel Ángel López

31 de octubre de 2019 22:06 h

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Toda la gente mira. Algunos me observan con un disimulo evidente, otros siquiera recogen la austeridad de sus pupilas cuando advierten que los he cazado. Con altivez, de soslayo o con prevaricación, como derramando voracidad en mi intimidad y exigiendo más. Voy paseando con Dafne y también la miran a ella; parece que su forma de andar despierta algo primitivo en el poso humano de los caminantes. Se detienen y le dicen estupideces. La manosearían hasta la extenuación si ella les dejase, pero me mira exigiendo un rescate y yo se los quito de encima.

Desde hace unos años la gente nos mira raro. Me pregunto si hemos cambiado nuestra forma de caminar o solo es que los demás han dejado de pasear. Se desplazan con seguridad, pero no saben dónde ir. O al menos esa es la sensación que nos transmiten. Ya os digo, van y vienen por la calle sin mucho sentido, conectados o desconectados, lo mismo da. Ahora parece que le debemos algo a estos transeúntes. No sé. Veo exigencia en sus miradas. ¿Necesitan que Dafne ande con más gracia? ¿Añoran la sinuosidad de algunas caderas? No sé. Tal vez quieran una exhibición de destreza animal, pero Dafne nunca estaría por la labor. Quizá anhelen un poco de complicidad en la mirada, o solo la reciprocidad de una sonrisa de confesionario, oscura y solemne, yacente de sugestividad carnal.

Ya os digo, no lo sé. Pero nos miran. Imagino que es algo atómico y particular. De cada uno para con el resto. Como un torbellino de puñales ensangrentados o rosas centelleantes que se clavan en las nalgas, en la boca, en los senos, en los labios, en otros ojos, en el pelo o en Dafne. Como el aire: como un aire desairado que suena a sueño. Es que a veces parece que van soñando, no quisiera caer en la metáfora de la narcosis que se confunde con la vigilia, aunque van caminando como así. Dejémoslo en una irrealidad ambivalente en la que miramos al resto para encontrarnos en ellos; para entrar en el refugio de lo desconocido.

Un grito sordo de pavor de auxilio en mitad de la ciudad. Y cuando la muchedumbre apenas oye, allá, ese eco, allá en la inconsciencia, desoye su mensaje instantáneo. Se diluye en el humo de las fábricas. Se desvanece, allí, en el eco. Desoyen el socorro y siguen caminando. Cierran las orejas y afinan las ojeras por encima de la pantalla. «¿Qué esconden ahí?». Dafne me responde con sus ojillos aceituneros y un olisquear de trufa húmeda. «Llévame ya a casa». Se harta de mear sobre meado y de que la miren con los ojos desbloqueados. Ya está bien de pasear, hoy nos han mirando más raro de lo normal. «Qué calor hace, quiero quitarme ya este disfraz».

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