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Terrazas de verano

Director del Instituto Andaluz del Cine y la Fotografía
Cine de verano en el Fuenseca

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Quisiera sumarme con estas líneas al homenaje de la ciudad de Córdoba a un hombre al que nunca conocí, pero cuya estela, a través de una vibración emocional que podemos compartir tantos cinéfilos de mi generación, me conecta con mi propia memoria infantil y adolescente.

También yo miré embobado cómo Charlton Heston dividía las aguas del Mar Rojo contemplando la gran pantalla parpadeante abierta a la bóveda del cielo en noches perfumadas con un intenso olor a jazmines. Porque, en mi infancia remota, algunas tardes, mi madre, con la precariedad de la economía de una viuda en la España de los 70, nos sorprendía a mi hermana pequeña y a mi con un aviso inesperado y feliz: “Niños, preparaos: hoy nos vamos a una terraza de verano”. Porque en la Almería, al menos en la Almería de aquél tiempo, no había cines de verano: había terrazas de verano. Y había muchas: para una ciudad de unos 150.000 habitantes, más de 20.

Recuerdo que cuando ya empezaron a asomar los granos de mi cinefilia barbilampiña yo, en plan listillo, le inquiría a mi madre: “¿Y qué vamos a ver?” Y mi madre respondía algo así como: “No lo sé. Pero me pongo a preparar la tortilla de patatas”.

Ir al cine a comer tortilla de patatas. Ir al cine a comer pipas y a levantar la cabeza de la pantalla y ver estrellas. Lo escribió Joseph Roth tras salir de una proyección que no le gustó nada en un anfiteatro en 1925: “Mientras por la pantalla discurre una biblia sentimental anegada en un océano, yo prefiero contemplar las estrellas fugaces (…) Ha sido una buena idea proyectar una película en el viejo anfiteatro. Uno obtiene consuelo, siempre que no mire a la pantalla sino al cielo”.

Ir al cine a obtener consuelo. Ir al cine a ver los fuegos artificiales del último día de la feria de agosto de Almería contemplando la Alcazaba fosforeando luces de colores que olían a pólvora desde la terraza del Cine Moderno. Ir al cine a ciegas, que hoy me suena a un oxímoron ingenuo y fascinante, sin saber ni a qué película íbamos, pero ir por el mero placer escapista de ir al cine, cuando las terrazas de verano constituían un ocio barato para las clases populares. Ir al cine, cuando en las casas no zumbaban los aires acondicionados, a estar fresquito. Ir al cine a tomar un refresco KAS o una Mirinda que servían en aquellas barras semi en penumbra del fondo de la terraza -en Sevilla tenían para ellas un nombre entre cómico y hermoso: “Selecta Nevería”, las llamaban- donde, si tenías suerte, quizá te tropezaras con la chica del barrio que, en secreto, te gustaba. Ir al cine a ver “una de guerra” o “una de amores” o “una de vaqueros”, libre de la dictadura de la política de los autores, inocentemente ajeno al enciclopedismo cultista de los nombres que años después se convertirían en tu santoral de devociones. Ir al cine a ver a Ursula Andress emergiendo inalcanzable de las aguas. Ir al cine para volver a casa con toda la pandilla de chavales creyéndonos Bruce Lee porque acabábamos de ver “Karate a muerte en Bangkok”. Eso era todo.

Sí, no muchos años después, yo ya me atrevía a organizar maratones de cine en terrazas de verano que concluían a las 8 de la mañana, con la luz del amanecer aclarando la proyección de una película neo-expresionista alemana con subtítulos en castellano. “La ternura de los lobos”, se llamaba, con la que concluía una noche heavy que había empezado con “Malas calles”, de Martin Scorsese, también con subtítulos, por supuesto, pues yo ya había leído a Borges y su “Contra el doblaje” y me había convertido en un talibán de la pureza cinéfila. Qué prodigios y delirios más remotos podían llegar a suceder en una terraza de verano en la España de primeros de los 80.

Después de todo esto, cuando yo ya fui aún mayor y las excavadoras habían barrido de Almería las terrazas de verano, supe que aquellos cines no habían sido solo los espacios de una memoria semántica, colectiva, que conectaba a varias generaciones de espectadores: también habían sido reductos de insurgencia contra la especulación inmobiliaria y oasis de cultura popular resistiendo el avance exterminador de los ladrillos.

Para cuando supe eso, valoré que los empresarios que las gestionaban habían sido, en algunos casos, los rebeldes y anónimos “últimos de Filipinas” de un negocio -o más bien, de un “no negocio”- que se habían negado a claudicar ante la tentación de un cheque inflado con unos cuantos ceros que les animaba a desmontar el proyector y a irse con su Ursula Andress a otra parte.

A eso me suena hoy la figura de vuestro Martín Cañuelo, a quien de buena gana me habría gustado conocer y en cuyo homenaje, desde luego, me habría gustado estar porque su nombre ha encendido los pasadizos de mi memoria con algunos de los recuerdos más felices de mi vida, esos que brotaron en noches tontas de verano yendo con mi madre y mi hermana a ver una película, cualquier película, a comernos juntos una tortilla de patatas.

Gracias a Martín Cañuelo y a los empresarios como él que hicieron posible ese milagro.

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