Elogio 'bon vivant' de Julio Romero de Torres
La última vez que el guitarrista y compositor José Antonio Rodríguez tradujo los códigos pictóricos a una partitura (El Guitarrista azul, a partir de la obra de Pablo Picasso), le salió un disco intimista. Ahí había un contraste. Frente a un pintor desbordante de ideas y estilos, Rodríguez rebuscó hasta dar con el hueso: su etapa azul, la más templada y cálida. Sacó petróleo.
En aquel disco, publicado en 2018, ya se apoyó en el director de orquesta Michael Thomas, luego tenía cierta lógica que también lo haya hecho en su nuevo encargo, en el que lleva más de dos años trabajando, y que también es, a su manera, un trampantojo pictórico-musical. La mirada de Romero de Torres, sin embargo, es la cara B de El guitarrista azul.
Porque, para traducir a la partitura sus ideas sobre un pintor tan intimista como Julio Romero de Torres, José Antonio Rodríguez se ha ido precisamente al extremo: a concebir un repertorio vibrante, ampuloso y ambicioso. Allí donde muchos esperaban una concatenación de minimalismo, Rodríguez ha ofrecido su versión más desbocada.
Esta mirada es fácilmente interpretable como un guiño al propio Romero de Torres, que siempre escogió ir a contracorriente del mundo de la pintura en el que se movía, que en su época se dejaba arrastrar por las vanguardias, mientras él miraba fascinado al pasado buscando generar su propio espacio.
Rodríguez ha querido esquivar el tópico y tumbar las expectativas, algo nada fácil, ya que hay decenas de obras musicales inspiradas en Romero de Torres, aunque pocas que no suenen en clave minimalista. Así que, si el reto era sorprender, desde luego, Rodríguez ha sorprendido al público, que probablemente no esperaba un número tan cargado de arreglos orquestales y cinematográficos.
Era éste un concierto especial. Nació impulsado por el propio guitarrista y por Juan Carlos Limia, el que fuera gerente del Instituto Municipal de Artes Escénicas (IMAE) hasta que falleciera, cuando el proyecto estaba apenas esbozado. El horizonte, en todo caso, estaba claro: había de estrenarse en 2024, con motivo del 150 aniversario del nacimiento del pintor cordobés, una figura que este año también es la propia imagen del Festival de la Guitarra -una cita, todo sea dicho, a la que le vendría bien impulsar más este tipo de encargos-.
Así, Rodríguez es el responsable de la composición original, cuya orquestación culminó Enric Palomar, y en la que Michael Thomas ha acabado redondeando el libreto, con su siempre sólida dirección de orquesta. Un libreto que ha pecado de cierto desequilibrio, en tanto a que ha costado hilar con sencillez las partes orquestales con los números de guitarra.
A veces, daba la impresión de que, más que un diálogo, lo que ocurría en el escenario eran dos monólogos sobre Romero de Torres. En lo que concierne a la guitarra, todo era mucho más fácil de vincular al pintor. En lo orquestal, sin embargo, los ecos cinematográficos de John Williams, Bernard Herrmann o Lalo Schiffrin, referentes más anglosajones que patrios, evocaban más a la vida del pintor -que fue fascinante en su buen vivir- que a su obra, teñida de una oscuridad y un sabor terruño que, probablemente y prestos a entrar en lo cinematográfico, pedían más un tono a lo Morricone.
Además, hasta dos veces el sonido ha ido contra la partitura: dos acoples demasiado largos de micrófonos han solapado, por un lado, la intervención de Javier Ruibal -a quien no se le ha oído apenas-, y la farruca del propio Rodríguez, ya en el tramo final. Más suerte ha tenido José Valencia, en uno de los momentos de la noche, cuando, desde uno de los balcones del teatro, ha cantado la Toná del cante jondo, con una claridad sonora de la que tampoco gozó Randy López en su número, en el que su cante rockero andaluz se perdía a veces debajo de los arreglos de big band. La otra artista invitada, Lucía Ruibal, protagonizó otro bello instante con su número de baile, que culminó con la bailaora imitando a la protagonista del cuadro Alegrías, y con el propio Michael Thomas aplaudiéndola.
Aunque lo verdaderamente emocionante de la noche se ha dado cuando la orquesta y el guitarrista iban en sintonía: La ribera y La mirada de Julio Romero de Torres son dos de las canciones más brillantes que ha compuesto José Antonio Rodríguez en su ya larga carrera, dos piezas en las que uno rastrea el influjo compositivo de su maestro Manolo Sanlúcar, pero en las que también se puede remontar por su propia vida, advirtiendo el peso que ha tenido su etapa reciente en Estados Unidos.
Es allí, donde ha entrado en contacto directo y habitual con músicos de jazz, de donde Rodríguez ha extraído savia nueva para su propio enfoque, que ha volcado en esta compleja empresa que es La mirada de Romero de Torres, un estreno absoluto que ha terminado levantando al Gran Teatro en una de las ovaciones más largas que este periodista ha visto en sus años de cronista del Festival de la Guitarra.
Eso sí, la diferencia entre un pintor y un músico está en que el pintor no tiene que volver a pintar su obra en directo una vez que ya está terminada. Rodríguez, sin embargo, tiene ahora por delante lo más bonito: volver a tocar esta partitura otras veces, purgarla de los defectos, añadirle más virtudes, rehacerla cada noche en que la suba al escenario.
Con un poco de suerte, esta obra se convertirá en un disco. Como ocurrió con El guitarrista azul. Y solo entonces, se podrá apreciar de forma repetida su ambición a la hora de enfocar su mirada sobre otra mirada: La mirada de Romero de Torres.
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