Épica, sentimiento muy grande y plenitud
Alejandro Sanz enamora a Córdoba con un concierto repleto de luz, intensidad y guiños a sus admiradoras de siempre
En nuestras carpetas de protoadolescentes las fotografías de actores, futbolistas y cantantes se renovaban cada trimestre con las nuevas estrellas presentadas por las revistas musicales. La penúltima propuesta surgida entre trucos de maquillaje y entrevistas de ficción sustituía a la antepenúltima, y la protoadolescente —diez, once, doce años: ya te baja la regla, ya sí te acerca a los chicos— olvidaba la antepenúltima propuesta y levantaba el forro de plástico con mimo, para reutilizarlo, y arrojaba a la basura, quizá trizas, el recorte anterior.
De esta manera actuábamos todas las amigas excepto Maricarmen. A Maricarmen le gustaba Alejandro Sanz. Maricarmen amaba a Alejandro Sanz como se ama a un primer novio con el que descubres partes de tu cuerpo antes inexistentes o como se ama a un amante que vence a la primera. Yo la recuerdo en el recreo cantando “Si tú me miras” y “La fuerza del corazón” en un disco que le acababan de regalar, no sé si en casete o en cedé, y aprendiéndose de memoria las canciones de los anteriores, y deleitándonos con la evocación de la belleza de Alejandro, y manteniéndose firme en la elección de fotos para su carpeta, mientras las demás saltábamos de ídolo en ídolo.
Anoche, en la Plaza de Toros de Córdoba, me acordé de Maricarmen: imaginé que Maricarmen, fiel a las carpetas de hace ya casi veinte años, ha recibido por su cumpleaños cada nuevo álbum, año tras año, y ha obligado a su marido —¿estará casada, será madre?— a evocar en los instantes señalados los éxitos indiscutibles. Alejandro Sanz comenzó puntual y solidario —vídeo de talentosos jóvenes del mundo interpretando “La música no se toca”, vídeo recordando que el mundo natural está muy mal, y que nadie escuchó porque todos gritaban ante la aparición en pantalla del cantante— con “Llamando a la mujer acción”, un aquí-estoy-yo que desgranaba los elementos nucleares del concierto: piel de gallina, complementos de lujo y estribillos esbozados por Sanz y completados por las coristas y el público entregado, incondicional, enloquecido, con las vías respiratorias tapizadas de albero.
En un concierto de Alejandro Sanz, capita a capita de sentimiento, como en una milimétrica lasaña de programa de televisión, late más la épica que la lírica. Las canciones se alargan —las canciones extensas, apunté en el móvil mientras sonaba “Cuando nadie me ve”, saben más intensas— y los músicos, que son —así los calificaría, perogrullada, un padre— muy buenos y visten todos sus oros y todas sus platas, se lucen en los solos que encadenan o en las voces manieristas. Sanz continuó con “Cómo decir sin andar diciendo”, también de su disco más reciente —ahí, en la constancia, reside la batalla que librarán Maricarmen y otras fans de siempre frente a las advenedizas que se subieron al carro cuando Sanz andaba ya en Miami—, y todo era luz —a veces, en el comienzo sobre todo, excesiva y cegadora— y color y montaje impresionante.
Se aplaudieron, entonces, canciones de sus discos de casi genuino sabor americano —dedicó “Se vende” a Córdoba, puede que inspirado por los carteles que trufan la «ciudad de los califas», como repitió en varias ocasiones— y éxitos de siempre, y combinó canciones de raigambre mediterránea —las primeras, ay, que son las que a mí más me gustan, y las que, seguro, más gustan a Maricarmen— con hits pensados al otro lado de Atlántico, y canciones de estar sentado con canciones de estar de pie, lo que se agradece visto también, sobre todo, el caos que trajo de cabeza a quienes compraron entradas para asistir de frente al espectáculo y se encontraron con un cambio de escenario que les obligaba a la tortícolis, o a quienes se plantaron con su entrada en el tendido y, puesto que casi nadie la comprobaba, no tuvieron más opción que sentarse en las escaleras ante la falta de asientos.
Más: simpatía y chascarrillos propios de viejos conocidos —ay, la complicidad—, popurrís —uno muy íntimo, con cielo estrellado—, comunión —los músicos cantando y tocando en corro durante “Looking por paradise”, casi antes del bis—, recuerdos de su condición de estrella internacional, verbenismo en la presentación de la banda, éxtasis en “No es lo mismo”, no tan latina y sí rockera —ustedes me entienden—, con su poquito de muro del sonido para erizar el vello, y ganando por sorpresa en el jolgorio a ese himno extraoficial de sábado por la mañana que es “Corazón partío”, y juegos de palabras que invitan a la reflexión tras el pinzamiento inicial del corazón, «perdóname, pero es que tengo prisa/ que he quedado con mi alma para pensar en ti», canta —verbigracia— en “El alma al aire”.
A diferencia de lo ocurrido en Madrid o Sevilla, Alejandro Sanz no pronunció lo de «Córdoba, te como la boca», promesa de lubricidad posterior y mononucleosis probable. Aquí ganó el romanticismo, los besitos metafóricos en el cuello, y se despidió con “Mi marciana” y dos «nuevas canciones» —broma que avisaba, ojo, éxito de siempre—, “Amiga mía” e “Y si fuera ella”, en esa línea por parte de las fans —y las no tan fans— de abandonar a su suerte la garganta y cantar aullando al cielo mientras te agarras a la barandilla. Qué plenitud. Maricarmen, no recuerdo cómo escribías tu nombre, si así o Mari Carmen o Marycarmen o si incluso los años te habrán rebautizado, Carmen o Mamen o mamá, pero anoche en la Plaza de Toros, mientras Alejandro Sanz entonaba lo de «este loco, ciego y loco corazón», igual que tú intentabas en el patio del recreo, me acordé mucho de ti.
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