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Sobre este blog

Estudié para profesor de inglés pero nunca pisé un aula, porque lo que siempre me gustó fue escribir y contar historias. Lo hice durante 15 años en El Día de Córdoba, cumpliendo sueños y disfrutando como un enano hasta que se rompió el amor con el periodismo y comenzó mi idilio con el coaching y la Inteligencia Emocional. Con 38 años y dos gemelas recién nacidas salté al vacío, lo dejé todo y me zambullí de lleno en eso que Zygmunt Bauman llamó el mar de la incertidumbre. Desde entonces, la falta de certezas tiene un plato vacío en mi mesa para recordarme que vivimos en tiempos líquidos e inestables. Quizás por eso detesto a los vendehúmos, reniego de la visión simplista, facilona y flower power de la gestión emocional y huyo de los gurús de cuarto de hora. A los 43 me he vuelto emprendedor y comando el área de proyectos internacionales de INDEPCIE, mi nueva criatura de padre tardío. Me gusta viajar, comer, Queen, el baloncesto y el Real Madrid, y no tiene por qué ser en ese orden.

Juro odio eterno

Odio.

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Shanae Edwards era una joven australiana que un día decidió hacer el petate y viajar por el mundo, hasta que hace un par de años se asentó en Georgia donde trabajaba como profesora de inglés. Hace un par de semanas decidió hacer senderismo por un monte cercano a la capital Tiflis, y nunca regresó. Días después su cuerpo fue encontrado, muerto y con signos de haber sido violada. Su pareja, Moudy El Sayed, señaló en el Daily Mail que a partir de ahora “mi vida tiene una misión: matar a la persona que le quitó la vida. No me importa cuánto tiempo tarde localizar al asesino ni si tengo que pasar el resto de mis días entre rejas. Se hará justicia y el culpable sufrirá lo mismo que ella sufrió”.

Sí, eso es odio, una de las emociones más potentes que podemos sentir los seres humanos y uno de los grandes motores de la acción en individuos, naciones y pueblos a lo largo de toda la historia, así que es cuestión que no nos pase desapercibida.

El odio es un sentimiento de profunda antipatía, disgusto, aversión, enemistad o repulsión hacia una persona, cosa o fenómeno, así como el deseo de evitar, limitar o destruir a su objetivo. El odio es pues un gran generador de venganza, como hemos visto en el ejemplo previo, y se describe con frecuencia como lo contrario del amor.

Freud ya dijo hace décadas que el odio “es un estado del yo que desea destruir la fuente de su infelicidad”, así que debemos tenerlo en cuenta como uno de los grandes interruptores de la puesta en acción. Es bastante simple: la mayoría de personas queremos ser felices, pero muchas veces no sabemos cómo. Por el contrario, sí solemos tener claro qué es lo que nos hace infelices, cuál es el enemigo de nuestra felicidad. Una vez que lo identificamos, lo localizamos e incluso podemos ponerle nombre y cara, el odio lo tiene todo listo para aparecer.

De hecho, como en el caso del novio de la profesora australiana, hemos visto que el odio surge como continuación o exposición a una potencia mayor de la tristeza. La tristeza es la emoción de la pérdida de algo o de alguien significativo en nuestra vida. Si localizamos al causante de esa pérdida, ya tenemos un enemigo, alguien a quien odiar. A mayor vínculo o apego con la cosa o persona perdida, mayor nivel de odio. Por eso el chico asumió que a partir de ahora su vida sólo tenía un sentido: destruir (literalmente) la causa de su infelicidad, como si acabando con el causante pudiera paliar al menos en parte el dolor inicial.

El odio siempre ha tenido mala prensa, sobre todo porque la tradición ha querido colgarle al amor la etiqueta de gran generador de acción, del sentido a nuestras vidas y del causante de nuestras mayores gestas. Si una emoción es al fin y al cabo un movimiento interior que se muestra al exterior en forma de acciones que buscan un resultado operativo, descartar al odio como uno de los resortes más efectivos a corto y medio plazo sería un error. 

“Juro odio eterno a Roma”, le dijo Aníbal a su padre declarando el leit motiv de su vida, un estímulo suficientemente fuerte para mantenerle motivado y generando estrategias alternativas hasta el fin de sus días. Visto desde esa perspectiva, el odio no parece una mala respuesta a la hora de plantearse objetivos, siempre que sean mesurados y no afecten negativamente a nadie. Simplemente es una cuestión de gestión y perspectiva.

El profesor Semir Zeki, del Laboratorio Wellcome de Neurobiología de la Universidad de Londres, ha estudiado la bioquímica del odio hasta descubrir que las regiones cerebrales que son activadas por el odio son las mismas que se iluminan cuando una persona experimenta sentimientos de amor romántico. “No es sorprendente, ya que ambas pasiones pueden conllevar actos irracionales y agresivos”, dice Zeki, para quien la diferencia fundamental entre el amor y el odio radica en que el amor parece inhibir parte de las zonas donde se procesan las ideas racionales y el odio las hiperactiva. Tanto el odio como el amor son pasiones que nos consumen totalmente. Pero en el amor romántico, el amante pocas veces es crítico o juzga a la persona amada, en el contexto del odio, el que odia utiliza su criterio y es calculador para hacer daño, herir o vengarse de la persona odiada. El pragmatismo al poder.

No perdamos de vista que las emociones tienen una función adaptativa, pues son las encargadas de preparar a nuestro organismo para que movilice la energía que necesitamos para responder ante los cambios que ocurren a nuestro alrededor. En este sentido, un estudio de la Universidad de Lovaina (Bélgica) trató de descubrir cuáles son las emociones que más nos impactan y más tiempo se sostienen. Mientras que la mayoría son meros destellos puntuales que vienen y van, la más duradera fue la tristeza, capaz de perdurar hasta 120 horas. Lo curioso es que la segunda, por delante de las otras emociones básicas es… el odio, que es capaz de incrustarse en nuestro cerebro durante unas 60 horas, más que la alegría, el entusiasmo, la ira, el miedo o cualquier otra que inicialmente podíamos creer más permanente.

La periodista Carme Chaparro escribió en 2018 La química del odio, una novela en la que sentenció que “El odio es un animal hermoso, imposible de encerrar, con sed de sangre. El odio se despereza, se extiende y te atrapa. Se alimenta de tu rabia. Y al final vuelves a odiar. Porque es fácil. Porque lo necesitas”. 

Asumiendo que nuestra felicidad se verá truncada en un momento u otro y que encontraremos la fuente de nuestra infelicidad daremos por hecho que vamos a odiar, antes o después. Quizás a partir de aquí lo interesante sea aprender a odiar, odiar bien, odiar a nuestro favor y tratando de hacer el menor daño posible. No lo menosprecies. Puede serte de gran ayuda.

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Estudié para profesor de inglés pero nunca pisé un aula, porque lo que siempre me gustó fue escribir y contar historias. Lo hice durante 15 años en El Día de Córdoba, cumpliendo sueños y disfrutando como un enano hasta que se rompió el amor con el periodismo y comenzó mi idilio con el coaching y la Inteligencia Emocional. Con 38 años y dos gemelas recién nacidas salté al vacío, lo dejé todo y me zambullí de lleno en eso que Zygmunt Bauman llamó el mar de la incertidumbre. Desde entonces, la falta de certezas tiene un plato vacío en mi mesa para recordarme que vivimos en tiempos líquidos e inestables. Quizás por eso detesto a los vendehúmos, reniego de la visión simplista, facilona y flower power de la gestión emocional y huyo de los gurús de cuarto de hora. A los 43 me he vuelto emprendedor y comando el área de proyectos internacionales de INDEPCIE, mi nueva criatura de padre tardío. Me gusta viajar, comer, Queen, el baloncesto y el Real Madrid, y no tiene por qué ser en ese orden.

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