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Sobre este blog

Estudié para profesor de inglés pero nunca pisé un aula, porque lo que siempre me gustó fue escribir y contar historias. Lo hice durante 15 años en El Día de Córdoba, cumpliendo sueños y disfrutando como un enano hasta que se rompió el amor con el periodismo y comenzó mi idilio con el coaching y la Inteligencia Emocional. Con 38 años y dos gemelas recién nacidas salté al vacío, lo dejé todo y me zambullí de lleno en eso que Zygmunt Bauman llamó el mar de la incertidumbre. Desde entonces, la falta de certezas tiene un plato vacío en mi mesa para recordarme que vivimos en tiempos líquidos e inestables. Quizás por eso detesto a los vendehúmos, reniego de la visión simplista, facilona y flower power de la gestión emocional y huyo de los gurús de cuarto de hora. A los 43 me he vuelto emprendedor y comando el área de proyectos internacionales de INDEPCIE, mi nueva criatura de padre tardío. Me gusta viajar, comer, Queen, el baloncesto y el Real Madrid, y no tiene por qué ser en ese orden.

Lo importante es competir… ¿o no?

Jugadoras de hockey femenino.

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Corría el año 1988, y recién terminados los Juegos de Seúl comenzaba el ciclo olímpico que debía terminar en Barcelona. España, que acaba de lograr sólo cuatro medallas (lo normal hasta entonces) iniciaba la preparación de una cita en la que tenía que exponerse al mundo como un país moderno, avanzado y potente. El deporte refleja la capacidad socioeconómica de las naciones, y la nuestra hace 30 años estaba muy lejos de las grandes potencias, mucho más que hoy.

El hecho de ser anfitrionas añadía un marrón adicional: el derecho a participar en todas las competiciones, incluso en aquellas en las que no tuviera ninguna tradición. Uno de esos deportes era el hockey femenino, que con sólo 450 licencias ofrecía dudas más que razonables acerca de su presencia en los Juegos. Aun así, el COE aceptó el desafío e inscribió al equipo con más dudas que certezas.

Cuatro años antes de Barcelona, en una de las primeras concentraciones, el seleccionador Ramón Brasa reunió a las 25 jugadoras de la lista previa en una sala y les dibujó tres escenarios de lo que podía ser su participación en los Juegos:

  1. Llegar, desfilar y pasarlo bien, disfrutando del ambiente de los Juegos y la Villa Olímpica. Esfuerzo mínimo y nulas aspiraciones. Lo normal sería caer eliminadas en la fase previa, pero total, nadie esperaba nada de ellas. 
  2. Luchar por hacer un papel digno, tal vez pasar la primera fase y pelear del quinto al octavo puesto. Eso requerirá un mayor esfuerzo y dedicación.
  3. Ir a por todas, entrar en semifinales y, a partir de ahí, luchar por el oro. Eso requiere un plan de entrenamiento extremo, compromiso total y un sacrificio absoluto por el equipo y por el objetivo.

Brasa dejó a sus jugadoras unos minutos a solas y cuando volvió a entrar en la sala todas apostaron por la tercera opción, aunque sabían que eso iba a suponer “un trabajo inhumano”, como reconoció años después la capitana Mercedes Coghen. 

Por “sacrificio absoluto” el seleccionador quería decir dejarlo “todo” para vivir en un régimen de concentración permanente en Tarrasa con triples entrenamientos diarios. Eso suponía dejar la familia, el trabajo, los estudios o cualquier vínculo que pudiera afectar a la concentración. Sólo había un objetivo. No había plan B. Y nadie garantizaba el éxito, que aquello fuera a salir bien.

El resto es historia. Contra todo pronóstico, España ganó la medalla de oro venciendo 2-1 a Alemania en la final con un gol de Eli Maragall. “No fue casualidad. Esa jugada la habíamos ensayado 1.000 veces”, dijo la catalana, y el número no era una exageración.

A finales del siglo XIX, el Barón Pierre de Coubertain resucitó el espíritu olímpico con su famosa frase “lo importante es participar”. Pero participar no basta Pierre, al menos hoy no es suficiente. No lo es en los Juegos ni tampoco en la vida.

Me enerva ver a deportistas (ya ha pasado en estos Juegos) que después de cuatro años de ímprobos esfuerzos para clasificarse llegan a la competición de sus vidas y hacen el ridículo, cayendo en primeras rondas con pésimos resultados o perdiendo ante rivales muy inferiores en principio. “Me llevo la experiencia” o “he hecho lo que he podido” son algunas de las retahílas de excusas que se escuchan tras cagadas que dejan en nada todo lo hecho hasta entonces. El día en que te lo juegas todo, participar no es suficiente. 

Porque quizás lo importante en la vida no es participar, sino competir. Etimológicamente, competere significa “luchar por conseguir un premio”, y el diccionario de la RAE apunta que es “una contienda entre varias personas, aspirando unas y otras con empeño a una misma cosa”.

Nadie te pide que ganes, pero tampoco que te limites a hacer acto de presencia. Competir es el camino, hacer todo lo posible por conseguir un objetivo, dejarte el alma y hasta la última gota de sudor. Para competir no es necesario ni un rival; basta contigo mismo, con ese que sale en el espejo cuando te levantas por la mañana, con el que muchas veces es tu peor enemigo. Competir es el pasaporte para la paz interior, para poder volver a mirarte de nuevo al espejo con la tranquilidad del deber cumplido, con la satisfacción y la tranquilidad de que lo diste todo en el intento. Y todo ello, independientemente del resultado.

Al que lo da todo no se le puede exigir más, pero no hay remordimiento mayor que fallar y saber que te quedó algo en el tintero, que no diste tu mejor versión o, como me pasa a mí cada lunes, que no trato de escribir mi mejor artículo (con menor o mayor fortuna). 

Lo importante no es participar, pero puede que tampoco sea ganar a toda costa. Puede que lo importante sea competir y vaciarse en el intento, aprovechar las ocasiones y no fallar el día en que todos los focos te apuntan. Sólo así podrás caminar con la cabeza alta sabiendo que hiciste todo lo posible por superarte… Y ya si eso, ganar tiene que ser la leche…

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Estudié para profesor de inglés pero nunca pisé un aula, porque lo que siempre me gustó fue escribir y contar historias. Lo hice durante 15 años en El Día de Córdoba, cumpliendo sueños y disfrutando como un enano hasta que se rompió el amor con el periodismo y comenzó mi idilio con el coaching y la Inteligencia Emocional. Con 38 años y dos gemelas recién nacidas salté al vacío, lo dejé todo y me zambullí de lleno en eso que Zygmunt Bauman llamó el mar de la incertidumbre. Desde entonces, la falta de certezas tiene un plato vacío en mi mesa para recordarme que vivimos en tiempos líquidos e inestables. Quizás por eso detesto a los vendehúmos, reniego de la visión simplista, facilona y flower power de la gestión emocional y huyo de los gurús de cuarto de hora. A los 43 me he vuelto emprendedor y comando el área de proyectos internacionales de INDEPCIE, mi nueva criatura de padre tardío. Me gusta viajar, comer, Queen, el baloncesto y el Real Madrid, y no tiene por qué ser en ese orden.

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