Estudié para profesor de inglés pero nunca pisé un aula, porque lo que siempre me gustó fue escribir y contar historias. Lo hice durante 15 años en El Día de Córdoba, cumpliendo sueños y disfrutando como un enano hasta que se rompió el amor con el periodismo y comenzó mi idilio con el coaching y la Inteligencia Emocional. Con 38 años y dos gemelas recién nacidas salté al vacío, lo dejé todo y me zambullí de lleno en eso que Zygmunt Bauman llamó el mar de la incertidumbre. Desde entonces, la falta de certezas tiene un plato vacío en mi mesa para recordarme que vivimos en tiempos líquidos e inestables. Quizás por eso detesto a los vendehúmos, reniego de la visión simplista, facilona y flower power de la gestión emocional y huyo de los gurús de cuarto de hora. A los 43 me he vuelto emprendedor y comando el área de proyectos internacionales de INDEPCIE, mi nueva criatura de padre tardío. Me gusta viajar, comer, Queen, el baloncesto y el Real Madrid, y no tiene por qué ser en ese orden.
El fracaso
Hace casi 20 años, tras consumar un doloroso descenso, un directivo me reconoció que aquello suponía “el fracaso de una gestión”. Creo que nunca nos tuvimos aprecio, pero con la perspectiva del tiempo aprendimos a tenernos respeto. Por eso hoy todavía recuerdo aquel momento, en una ventosa noche de mayo en La Coruña, porque desde entonces incorporé esa definición para tratar de minimizar al máximo mis fracasos.
Hoy vuelve a haber cierta sensación de fracaso por lo que le pasó al Córdoba, una cagada concentrada en 90 minutos pero que no deja de ser el resultado de una concatenación de errores, malas decisiones y estrategias erróneas. Una pésima gestión, al fin y al cabo.
A los viejos cordobesistas no les pilla de sorpresa. De hecho, han convivido con él la mayor parte de su vida. Pero a mucho millenial blandengue eso de que las cosas no salgan como uno quiere le parece una anomalía, algo que no entra en sus planes. Sí, la vida es así, y más vale que os vayáis enterando de qué va la película. Vivimos en tiempos en los que se minimiza el error, se suaviza la derrota y se relativiza el resultado, vaya a ser que hiramos la fina sensibilidad de alguno y se haga el ofendidito. En una época en la que la frustración no se gestiona sino que directamente se elimina, hablar de fracaso queda como algo rancio, carca y facha, porque lo mismo tiene algo que ver con el esfuerzo, el mérito y todas esas cosas de las que habla la derechona casposa. Pero sí, el fracaso existe, y más vale tenerlo muy en cuenta.
Del italiano fracassare, su etimología tiene que ver con algo que se rompe en pedazos, mientras que la RAE lo define como “malogro o resultado adverso de una empresa o negocio”. No le demos más vueltas, cuando tienes algo planteado de una determinada forma y no sale como quieres has fracasado. Puedes edulcorarlo y ponerle otras palabras que calmen tu conciencia, pero el caso es que no salió como querías y eso tiene unas consecuencias, y si no que pregunten por las oficinas de El Arcángel.
Lo del Córdoba de esta temporada tiene todos los ingredientes de un fracaso en toda regla, con todos sus avíos. Para empezar, la escenificación del desastre de ayer tuvo un elemento clave, y es que el resultado no dependía de sí mismo, sino que su porvenir estaba en manos de otros. Es un ejemplo perfecto de lo que Steven Covey explicó en su teoría del círculo de influencia y círculo de preocupación, es decir: mientras menos enfocado estés en tus obligaciones y aquello que depende exclusivamente de ti, sobre lo que realmente tienes capacidad de actuación y decisión, más forzado estarás a depender de factores externos que se escapan absolutamente de tu control. Es lo que pasa por poner demasiados huevos en cestos ajenos, y ya se sabe que nadie va a cuidar de tus huevos mejor que tú.
Y ojo, fallar es normal, pero el problema es no saber qué hacer con ese error, no aprender nada ni sacar ninguna conclusión. Dice el latinajo que errare humanum est, y eso está muy bien, pero no todo el mundo sabe que la cita sigue: sed perseverare diabolicum. Dicho de otra forma, equivocarse es humano, pero persistir en el error es de gilipollas. Y eso es lo que le ha pasado al Córdoba, un transatlántico en un mar de barcazas que llevaba varado desde abril del año pasado y que no fue capaz de planificar ni estructurar un proyecto decente para alcanzar un objetivo mínimo. Por eso el fracaso no se asigna sólo al resultado, sino a la gestión. Fracasar no es perder, que es algo posible, sino fallar en toda la planificación previa. El resultado no es más que el reflejo de una estrategia absolutamente errónea en la que cada pequeño paso, cada mínima decisión, estaba alineada con el desastre.
Uno de los axiomas de la PNL dice que no existen fracasos, sino resultados. Sí, pero eso te obliga a aprender de ellos, a sacar conclusiones y factores de mejora, a analizar estrategias y modificar conductas y opiniones si todo lo que estás haciendo no te lleva donde quieres. En PNL eso se llama calibrar, y podemos hacerlo todos los días.
Esto es fundamental a nivel personal, porque a poco que no nos salgan un par de cosas es fácil que nos digamos aquello de “soy un fracasado”. Ojo con el lenguaje, porque igual que tiene un inmenso poder creador es enormemente dañino y destructivo, sobre todo usado contra nosotros mismos. Siempre digo que somos capaces de decirnos cosas que no seríamos capaces de decirle a nadie, pero se ve que con nosotros mismos no tenemos filtro. Ese es el primer escalón para afectar a la autoestima y al autoconcepto, identificando a la persona con su resultado, y no tiene por qué ser así. Cuando fallamos, incluso cuando fracasamos, el problema no somos nosotros, sino nuestros actos. Es decir, no falla la identidad (lo que eres), falla la estrategia (lo que haces). Y si no estás suficientemente enamorado de tu forma de hacer las cosas y estás dispuesto a cambiar, es mucho más fácil rehacer una estrategia errónea que rearmar una identidad fallida.
Otro punto clave es que aunque muchas veces no consigamos nuestro objetivo inicial, el proceso es en sí mismo un camino de aprendizaje… siempre que seamos capaces de extraer alguna lección. Si no aprendemos nada y no extraemos conclusiones más allá de un resultado esquivo y adverso, estaremos en aquello de sed perseverare diabolicum. Entonces, por mucho que tratemos de adornarlo, no habrá más vuelta de hoja. Todo será más fácil. La habremos cagado. Eso sí que es fracasar.
Sobre este blog
Estudié para profesor de inglés pero nunca pisé un aula, porque lo que siempre me gustó fue escribir y contar historias. Lo hice durante 15 años en El Día de Córdoba, cumpliendo sueños y disfrutando como un enano hasta que se rompió el amor con el periodismo y comenzó mi idilio con el coaching y la Inteligencia Emocional. Con 38 años y dos gemelas recién nacidas salté al vacío, lo dejé todo y me zambullí de lleno en eso que Zygmunt Bauman llamó el mar de la incertidumbre. Desde entonces, la falta de certezas tiene un plato vacío en mi mesa para recordarme que vivimos en tiempos líquidos e inestables. Quizás por eso detesto a los vendehúmos, reniego de la visión simplista, facilona y flower power de la gestión emocional y huyo de los gurús de cuarto de hora. A los 43 me he vuelto emprendedor y comando el área de proyectos internacionales de INDEPCIE, mi nueva criatura de padre tardío. Me gusta viajar, comer, Queen, el baloncesto y el Real Madrid, y no tiene por qué ser en ese orden.
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