Estudié para profesor de inglés pero nunca pisé un aula, porque lo que siempre me gustó fue escribir y contar historias. Lo hice durante 15 años en El Día de Córdoba, cumpliendo sueños y disfrutando como un enano hasta que se rompió el amor con el periodismo y comenzó mi idilio con el coaching y la Inteligencia Emocional. Con 38 años y dos gemelas recién nacidas salté al vacío, lo dejé todo y me zambullí de lleno en eso que Zygmunt Bauman llamó el mar de la incertidumbre. Desde entonces, la falta de certezas tiene un plato vacío en mi mesa para recordarme que vivimos en tiempos líquidos e inestables. Quizás por eso detesto a los vendehúmos, reniego de la visión simplista, facilona y flower power de la gestión emocional y huyo de los gurús de cuarto de hora. A los 43 me he vuelto emprendedor y comando el área de proyectos internacionales de INDEPCIE, mi nueva criatura de padre tardío. Me gusta viajar, comer, Queen, el baloncesto y el Real Madrid, y no tiene por qué ser en ese orden.
El valor de una experiencia
Un agradable paseo por el muelle del puerto y los peces nadando bajo el amenazante vuelo rasante de las gaviotas. Cae la tarde y los últimos rayos de sol aprietan y dan con fuerza en las mejillas. No viene mal una gorra e incluso buscar la sombra mientras esperamos sentados a que venga el barco. Una vez montados, la brisa golpea nuestros rostros e incluso alguna gota de agua salpica sobre las caras mientras los pasajeros ríen animados entre conversaciones intrascendentes. La tarde cae y el sol empieza a esconderse en el horizonte, al fondo del mar, mientras colores rosas y naranjas empiezan a apoderarse del cielo anunciando el crepúsculo. El suave ruido del motor deja escuchar de fondo a las grullas y a los flamencos, que vuelan en bandadas con el fondo del olor a mar, ese mar que casi se puede tocar con las manos para refrescar la caída de la tarde. Y de repente, el silencio. El motor para en mitad de la ría para que podamos escuchar la calma del óbito en medio de la marisma y disfrutar de un espectáculo que no necesita banda sonora.
Cuando arrancamos de nuevo llega el turno de las gambas blancas y el vino de El Condado. Son pequeñas, pero tersas, prietas y llenas de sabor, desde que se chupa el coral de la cabeza hasta que se disfruta de su cuerpo menudo pero delicioso. El vino es frío, con rocío cayendo ligeramente del vaso, algo amargo al primer toque en boca pero suave y afrutado de fondo, refrescante, incluso un punto chispeante si te pilla con el estómago vacío y te tomas la primera copa con más ganas de la cuenta. Las niñas ríen, la gente disfruta, y los que hasta hace unos minutos eran desconocidos comienzan a entablar conversaciones distendidas, hablando de esto y de aquello. Es la magia del vino, porque como dijeron los clásicos, en el vino está la verdad.
Llegamos recién caída la noche. Suena de fondo la música de Manu Carrasco en el camino de vuelta. Breves pero cálidos aplausos despiden al que por una hora ha sido nuestro capitán de barco, pero también nuestro guía y quien con sus palabras nos ha ilustrado sobre el día a día de un pueblo marinero, sobre sus gentes y su trabajo. Hace fresco y no viene mal una manguita larga. La brisa se ha convertido en un ligero viento que incluso eriza la piel e invita a buscar el refugio de uno de los restaurantes del puerto donde la cena nos espera con la sensación de haber vivido toda una sencilla pero enorme experiencia.
En tres párrafos he tratado de explicar algo que vivimos hace unas semanas en Punta del Moral, el pueblo onubense donde el gran Salvador Gutiérrez Solís ubicó el arranque de su novela El lenguaje de las mareas. Si te das cuenta, lo he hecho utilizando referencias sensoriales que apuntan en las cinco direcciones, al tacto, el oído, el gusto, la vista y el olfato, de forma que quizás te hayas podido hacer una idea aproximada de cómo fue esa excursión por la ría Carreras, bordeando Isla Cristina. Puede incluso que con un poco de imaginación hayas sido capaz de trasladarte a ese rincón de la costa de Huelva, y quizás haya despertado en ti la curiosidad por hacer esa excursión algún día. Y eso es porque he intentado transmitirte con la mayor veracidad una experiencia, porque si una imagen vale más que mil palabras, una experiencia vale más que mil imágenes.
Y es que la vida está hecha de experiencias, y esta no es una frasecilla de sobre de azúcar, sino una explicación de cómo construimos (experimentamos) y cómo reconstruimos (recordamos) nuestra realidad, nuestro mundo y nuestra existencia, al fin y al cabo. No nos acordamos de las cosas, sino de lo que hicimos con ellas o de lo que representaron para nosotros en un momento dado. Con el tiempo no recordamos algo que tuvimos o compramos, sino esas vivencias, excursiones, viajes y las anécdotas que provocaron, y que años después podemos rememorar “como si estuviera pasando hoy mismo”.
Exactamente. Es que lo estamos reviviendo y reconstruyendo como si estuviéramos en presente, aunque hayan pasado décadas. El truco es que nuestro cerebro no entiende de tiempos verbales, sino de experiencias vividas en el momento (es decir, sólo una vez) o reconstruidas tiempo después en base a la recuperación de inputs sensoriales que se retrotraen a nuestra memoria. Es decir, hoy nos podemos acordar perfectamente de conversaciones que escuchamos, perfumes que olimos, del sabor de comidas que catamos o de lo que sentimos en un determinado lugar. Eso son las experiencias, y son para toda la vida.
Detrás de esa estrategia se esconde lo que el PNL se llama Modelo VAK o de los sistemas representacionales. Las personas procesamos el mundo mediante los sentidos, y cada uno lo hace de una manera diferente. Aunque todos utilizamos los cinco sentidos, unos somos más proclives a ser predominantemente visuales (es decir, procesamos más la información mediante lo que vemos y por la imagen que queremos transmitir a los demás); otros tendemos a lo auditivo (lo que escuchamos o lo que decimos) y otros son kinestésicos, es decir, que se decantan por las sensaciones, por los olores, por el gusto y el tacto.
En base a este modelo, las experiencias son una de las armas más utilizadas habitualmente en marketing para generar deseo e incentivar una venta, porque nos hacen construir en nuestro cerebro un momento que queremos vivir, y que aunque todavía no se ha dado nosotros ya somos capaces de imaginar con todo detalle.
Y quizás también por eso una experiencia es uno de los mejores regalos que podemos hacernos, mucho más que algo físico y efímero. Porque las experiencias son eternas, gratis, y están a nuestra disposición para poder ser reconstruidas una y otra vez, día tras día. Como ese paseo en barco por la marisma de Huelva que estoy deseando volver a repetir…
Sobre este blog
Estudié para profesor de inglés pero nunca pisé un aula, porque lo que siempre me gustó fue escribir y contar historias. Lo hice durante 15 años en El Día de Córdoba, cumpliendo sueños y disfrutando como un enano hasta que se rompió el amor con el periodismo y comenzó mi idilio con el coaching y la Inteligencia Emocional. Con 38 años y dos gemelas recién nacidas salté al vacío, lo dejé todo y me zambullí de lleno en eso que Zygmunt Bauman llamó el mar de la incertidumbre. Desde entonces, la falta de certezas tiene un plato vacío en mi mesa para recordarme que vivimos en tiempos líquidos e inestables. Quizás por eso detesto a los vendehúmos, reniego de la visión simplista, facilona y flower power de la gestión emocional y huyo de los gurús de cuarto de hora. A los 43 me he vuelto emprendedor y comando el área de proyectos internacionales de INDEPCIE, mi nueva criatura de padre tardío. Me gusta viajar, comer, Queen, el baloncesto y el Real Madrid, y no tiene por qué ser en ese orden.
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