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Sobre este blog

Estudié para profesor de inglés pero nunca pisé un aula, porque lo que siempre me gustó fue escribir y contar historias. Lo hice durante 15 años en El Día de Córdoba, cumpliendo sueños y disfrutando como un enano hasta que se rompió el amor con el periodismo y comenzó mi idilio con el coaching y la Inteligencia Emocional. Con 38 años y dos gemelas recién nacidas salté al vacío, lo dejé todo y me zambullí de lleno en eso que Zygmunt Bauman llamó el mar de la incertidumbre. Desde entonces, la falta de certezas tiene un plato vacío en mi mesa para recordarme que vivimos en tiempos líquidos e inestables. Quizás por eso detesto a los vendehúmos, reniego de la visión simplista, facilona y flower power de la gestión emocional y huyo de los gurús de cuarto de hora. A los 43 me he vuelto emprendedor y comando el área de proyectos internacionales de INDEPCIE, mi nueva criatura de padre tardío. Me gusta viajar, comer, Queen, el baloncesto y el Real Madrid, y no tiene por qué ser en ese orden.

¿Pero me esfuerzo o no?

Fernando San Emeterio, con la camiseta del Valencia Básket

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Los cuarentones lo seguimos llamando el Pamesa, aunque hace casi tres lustros que el equipo de baloncesto de Valencia ya no se llama así. De hecho, desde hace una década no tiene sponsor, porque Juan Roig decidió imprimir en sus camisetas un lema: “Cultura del esfuerzo”. El todopoderoso dueño de Mercadona prefirió sacrificar unos cuantos miles de euros por un mensaje que quería convertir no sólo en el claim de su equipo, sino en un llamamiento a la sociedad en una época en la que, como ahora, lo estábamos pasando mal.

“Lo más fácil habría sido poner un nuevo sponsor en la camiseta y cobrar una cantidad por ello”, explicó el club taronja en 2011, cuando tomó una decisión cuanto menos arriesgada, “pero ayudar a contribuir a que se hable en la sociedad de esfuerzo, de superación, de trabajar mejor y más, es un maravilloso reto que afrontamos con mucha ilusión y compromiso”.

Creo que todos lo suscribimos y en el fondo sabemos de lo que estamos hablando. España se sumía en la crisis tras apagar los fuegos de los años del pelotazo, de la corrupción y del mangazo como forma de vida. Los golfos hacían su agosto y el éxito adornaba a cualquiera que no supiera hacer la o con un canuto, tanto que llegó a plantearse si realmente ese era el único camino. Los que no lo entendimos así seguimos estudiando y doblando el lomo, aunque más de un día teníamos la enorme sensación de estar haciendo el gilipollas mientras el más tonto se hacía de oro.

Nuestros padres nos habían contado eso de sacrificarse, trabajar duro y esforzarse para tener una vida mejor, pero nos dimos cuenta de que era una gran mentira. La única opción era armarse de paciencia y confiar en el esfuerzo y la excelencia como valores propios, esperando que algún día nos devolvieran el premio al trabajo.

Eso es la cultura del esfuerzo, trabajar esperando que eso tendrá un fruto, creer que trabajar más que el otro te ayudará a superarlo, y que trabajar mejor te ayudará a superarte. Etimológicamente esfuerzo significa dirigir la fuerza hacia fuera, sacar lo mejor de ti al exterior buscando un resultado óptimo que no siempre tiene por qué ser rápido ni sencillo. El mundo está lleno de historias inspiradoras de gente que se esforzó desde la nada hasta lograr sus sueños, y en esa eterna disputa entre el esfuerzo y el talento llegó Kevin Durant para sentenciar que “el trabajo gana al talento si el talento no trabaja lo suficiente”.

Sucede en todos los ámbitos, desde el deporte hasta la empresa, pasando por la actividad más cotidiana: se echa de menos cultura del esfuerzo, deseos de trabajar duro y sudar por conseguir tus metas. Para colmo, de vez en cuando salen a la luz los hirientes sueldos de famosos de cuarto de hora que echan por tierra todo estímulo por el esfuerzo, cuando lo fácil es buscar cómo pegar el pelotazo sin dar golpe. En la época de los tronistas, los youtubers y los influencers, ¿quién quiere esforzarse? Y sobre todo, ¿para qué?

Aquí cabe otro punto desde el que afrontar el debate: ¿Puede que el esfuerzo esté sobrevalorado? De toda la vida se ha valorado al que echaba muchas horas, al que curraba más que nadie y que luego, a la hora de explicar su resultado (o la falta de ellos) decía: “es que no te puedes imaginar la de tiempo que le he echado”. ¿Y qué? ¿Sirvió ese esfuerzo para algo o fue baldío? ¿Dio los frutos que debía o se quedó en fuegos artificiales? ¿Cuánto valor había detrás de tantas horas medidas al peso? Es más, ¿qué pasa si el talento no necesita tanto esfuerzo? ¿Hay algún problema?

Hay algo más que tener en cuenta, y es que convivimos con nuevas generaciones para las que eso de sangre, sudor y lágrimas no va con ellas. Nadie ha dicho que sean vagas, flojas o peores, pero son distintas a los que nos criamos hace 30 o 40 años, no le des más vueltas. Su relación con el esfuerzo y con el resultado es distinta a la que tenemos nosotros, y no te voy a contar con la de nuestros padres, que daban por hecho que el sufrimiento era el único camino hacia la meta.

Dice César Coll (catedrático de psicología educativa de la Universidad de Barcelona) que “sin esfuerzo no hay aprendizaje, pero el esfuerzo no es gratuito”. “El esfuerzo no es una condición, sino el resultado de un proceso en el que interviene la motivación del individuo, que se esforzará si piensa que vale la pena”, añade Coll, así que todos los que nos quejamos de quien no se esfuerza lo necesario tendríamos que pensar que no hemos conseguido que se estimulen lo suficiente con el premio a conseguir. ¿Acaso te molesta levantarte a las 6 de la mañana para hacer un viaje fantástico? No, pero hacerlo para trabajar sí te jode. Eso sí es un esfuerzo.

El esfuerzo no es un mantra por sí mismo, sino un proceso. Todo lo que hacemos muy bien lo hacemos sin esfuerzo, pero lo disfrutamos porque hubo mucho trabajo detrás. Es lo que llamamos competencia inconsciente, el último escalón de las fases del aprendizaje que arrancan con el mayor de los desconocimientos y la incompetencia absoluta. Lo que hay por el camino puede llamarse esfuerzo, peor también persistencia, perseverancia o simplemente, disciplina hasta llegar a la excelencia, a ese estado en que todo fluye.

¿Y tú qué piensas? ¿Está el esfuerzo sobrevalorado o sigue siendo un valor esencial? ¿Cuál fue el último sacrificio que hiciste sin que te supusiera un esfuerzo? Creo que merece la pena echarle una pensadita…

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Estudié para profesor de inglés pero nunca pisé un aula, porque lo que siempre me gustó fue escribir y contar historias. Lo hice durante 15 años en El Día de Córdoba, cumpliendo sueños y disfrutando como un enano hasta que se rompió el amor con el periodismo y comenzó mi idilio con el coaching y la Inteligencia Emocional. Con 38 años y dos gemelas recién nacidas salté al vacío, lo dejé todo y me zambullí de lleno en eso que Zygmunt Bauman llamó el mar de la incertidumbre. Desde entonces, la falta de certezas tiene un plato vacío en mi mesa para recordarme que vivimos en tiempos líquidos e inestables. Quizás por eso detesto a los vendehúmos, reniego de la visión simplista, facilona y flower power de la gestión emocional y huyo de los gurús de cuarto de hora. A los 43 me he vuelto emprendedor y comando el área de proyectos internacionales de INDEPCIE, mi nueva criatura de padre tardío. Me gusta viajar, comer, Queen, el baloncesto y el Real Madrid, y no tiene por qué ser en ese orden.

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