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Conversaciones

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José Carlos León

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“Y al principio fue el verbo”. Independientemente de tus creencias religiosas o tu fe, el pasaje bíblico es para darle una vueltecita, porque verbum significa “palabra” y viene a dejarnos claro el enorme poder creador que tiene el lenguaje para los humanos, los únicos seres lingüísticos sobre la faz de la tierra. Eso debería hacernos reflexionar acerca del tremendo poder de nuestras palabras, de su capacidad creativa y también destructora, de todo el bien y el mal que podemos hacer cada vez que abrimos la boca.

Rafael Echeverría, autor del muy recomendable Ontología del lenguaje, señala que el lenguaje nos puede servir para poner límites con palabras a nuestro mundo o, por otro lado, a crear con palabras el mundo en el que queremos vivir. La sentencia es demoledora, porque apunta a la gran responsabilidad que tenemos cada vez que hablamos, ya sea con alguien como, sobre todo, con nosotros mismos.

El ser humano pasa entre 16 y 18 horas en diálogo interno, esos momentos de introspección en los que mantenemos conversaciones con nosotros mismos. Somos tan buenos que incluso podemos mantener diálogo interno mientras sostenemos un diálogo externo con otro. Sí, habrás detectado que sólo paramos mientras dormimos, justo el tiempo en que el subconsciente analiza el contenido de todas esas conversaciones para construir y afianzar nuestro sistema de creencias, el mismo que nos hará funcionar de una manera u otra a la mañana siguiente. Y si te das cuenta, la mayoría de conversaciones que mantenemos con nosotros mismos no están alineadas con esos resultados que tanto decimos que queremos conseguir, es decir, no estamos poniendo palabras al mundo que deseamos, sino que nos limitamos a describir el que tenemos.

Cada vez que abrimos la boca pasan muchas cosas, y la primera de ellas es que revelamos y reforzamos nuestro sistema de creencias, ese software mental con el que nos movemos por la vida. En PNL decimos que las palabras que elegimos son sólo la estructura superficial de un armazón invisible, la punta del iceberg que bajo agua cimenta nuestra identidad, nuestro comportamiento y nuestras creencias, que finalmente explican y determinan nuestros resultados. Si te paras un momento, podrás darte cuenta de las barbaridades que nos decimos en ese proceso de diálogo interno, cosas que no te atreverías a decirle a nadie, como “soy una mierda”, “no sirvo para esto” o “esto no lo voy a conseguir en la vida”. Ya se sabe que la confianza da asco, pero en exceso tampoco da resultados.

Puede que ahora que empieza el verano, que acaba la temporada y que hemos pasado lo más duro de la pandemia sea un gran momento para revisar cuáles son nuestras conversaciones internas, pero también las que generamos en nuestro entorno y como sociedad. Porque sí, la situación económica, política e incluso social es durísima, quizás la peor a la que nos hemos enfrentado muchos en nuestra vida, pero ahora podemos elegir si nuestras palabras van a servir para alimentar el fantasma del desánimo o para buscar soluciones.

Tenemos el poder de hacer grande aquello de lo que hablamos, porque el lenguaje nos obliga a poner el foco, el corazón y el cerebro en el tema de conversación. Y en un entorno inapropiado podemos vernos abocados al monotema, a una espiral sin salida, a una rueda del hámster en la que encontraremos cómplices dispuestos a sacar todos sus argumentos para describir una situación realmente difícil. Sólo nos queda poner nuestras palabras al servicio de las explicaciones o de las opciones. Hace unos años, en los peores momentos del ladrillo, mi ex compañero Pepe Cabello dijo que “la crisis es fruto de una conversación”. El titular, afortunado aunque quizás algo excesivo, venía a explicar muy bien cómo un tema que estaba presente de una forma u otra en todas las tertulias y charlas acabó calando en el subconsciente de la sociedad española hasta terminar instalado en la identidad de un país que vivió una década en profunda depresión. Y ahora que estábamos saliendo, nos llega esto…

Pues sí, pero con nuestras palabras podemos ser generadores de soluciones o narradores del desastre. Seguramente lo segundo es más fácil, pero no sirve de nada, porque por mucho que lo contemos, nada va a cambiar sólo por explicarlo.

Y si eso es aplicable a nuestro entorno personal y cercano, también lo es al contexto profesional, desde donde podemos poner nuestro grano de arena para cambiar y mejorar las cosas. La ontología del lenguaje apunta que los resultados de una organización serán tan grandes como la calidad y el tamaño de sus conversaciones“, porque las palabras tienen un poder generador y evocador de ideas, proyectos, sueños y planes. Las palabras ponen voz a la misión, al propósito y a los valores de las organizaciones, pero también sirven para unir a sus integrantes, para generar eso que los gurús llaman cultura de empresa y desarrollar la confianza entre sus miembros.

Las conversaciones acercan a las personas, alinean sus esfuerzos y marcan los acuerdos sobre los que tiene que construirse un equipo de alto rendimiento, porque donde no hay acuerdo, hay opinión, y ahí llegan los problemas. Un grupo humano con poco diálogo o baja calidad en sus conversaciones es una organización condenada al secretismo, al oscurantismo y al chisme. Ahí camparán a sus anchas la queja, la crítica y el juicio, actos lingüísticos que no sirven para crear ese mundo que decimos que queremos, sino para poner trabas y obstruir. En el otro lado están el agradecimiento, el reconocimiento, la declaración, la oferta, la promesa o el pedido, las formas de utilizar el lenguaje que retroalimentan a un grupo hasta convertirlo en un grupo comprometido con un objetivo común. Y todo depende del lenguaje, de las palabras que elegimos utilizar. “Words, words, words”, que diría Shakespeare…

Así que cuando hoy elijas tus palabras para empezar la semana, pregúntate para qué hablas cuando hablas. ¿Cuál es el fin de tus conversaciones? ¿Quieres construir un mundo con tus palabras o acotar con palabras el mundo en que vives?

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